Quién no ha dejado salir un insulto, más o menos reprimido, frente al que maneja mal, que es siempre-el-otro-nunca-uno.
Natalia Pandolfo
Quién no ha querido, presa de un sistema que te lleva de las narices, de una ventanilla a la otra, de un operador al otro, que arrastra tu sistema nervioso hasta el borde del colapso a fuerza de trámites y papeles, que exprime tu sentido de la voluntad hasta dejarlo agotado, exhausto; quién no ha querido, digo, ir y pegar una patada o parir el gran gesto liberador: mandar todo a. Limpiarse como un perro mojado la resaca del tramiterío, los papeles, el sellito, la firma, el dinero, el gasto y el desgaste nuestros de cada día.
Quién no ha sentido, frente a frente con una mentira recién descubierta, esas ganas irrefrenables de quebrar el espinazo de la realidad y decirse después, qué importa del después. Esa necesidad de vomitar la bronca y ciscarse en todo, sin acudir al paraguas de la moderación y sin esconderse en el refugio de lo políticamente correcto.
Quién no ha dejado salir un insulto, más o menos reprimido, frente al que maneja mal, que es siempre-el-otro-nunca-uno.
“Relatos salvajes” reúne ésas y otras situaciones, las tamiza con una dosis generosa de humor negro, actuaciones buenas, libreto ágil, música que transporta, las licúa y las tira a la pantalla.
Entonces explotan en la cara de cada uno mil preguntas. ¿Te corromperías para salvar a tu hijo? ¿Soportarías, sin dejar que se abran las compuertas del rencor, la presión de una vida llena de fantasmas que lastiman la autoestima, destruyen vínculos, siembran bronca? ¿Superarías la necesidad de venganza a partir de una muerte injusta?
La pantalla es una máquina de escupir frases:
—¿Qué me querés decir?
—El ingeniero sos vos, calculalo.
Las historias aplastan, son como piñas que se apilan, una tras otra, seis en total, sin respiro, sin separadores, unidas por el hilo invisible de la violencia que va, como una serpiente, reptando entre las escenas. La violencia física de dos hombres que luchan cuerpo a cuerpo en el medio de la naturaleza que abruma por su imponencia, pero también la violencia chiquita de las falsedades, de la flamante suegra que está allí en plena boda con su mejor cara y sus brillos más ostentosos que en un momento caen, como un glaciar que se derrumba, para dejar salir el desprecio más visceral hacia esa mujer que se lleva a su hijo.
—Filmame esto, Néstor.
Las humillaciones cotidianas del hombre lobo del hombre, la hipocresía que baila el vals con el lujo, la ciudad como un rompecabezas lleno de ventanitas una al lado de la otra, una encima de la otra, como la pesadilla de un alucinado; la nena que espera al papá que no llega para soplar las velitas porque la furia de la ciudad lo retuvo entre sus fauces.
— ¿Dónde está la oficina donde te piden disculpas?
La pareja ingresa triunfal a su fiesta de casamiento: un derroche de comida, bebida, la mejor música, las gentes más glamorosas. Ella se entera entonces de la noticia que es un puñetazo en el estómago, de esas noticias que definen una vida. Y es entonces cuando se esfuman la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta y todo se tiñe de gris -¿o es que todo era gris y ahora han aparecido, como en una revelación, los colores verdaderos, los matices auténticos?
—Dale salame, movete.
A la orilla de las contingencias, más allá del borde de la corrección, en una clase magistral de malos modales, la cámara apunta a cada uno y dispara: ¿Qué harías vos si?