Por Natalia Pandolfo. Un día dejamos de ver a los viejos como superhéroes y una pátina de piedad cubre sus rostros. Y entonces la chocolatada ya no sabe tan sabrosa y las masitas de maicena se nos antojan secas.
Natalia Pandolfo
Un día, de repente, las articulaciones crujen. El olor de las tardes ya no es el mismo, y da igual si cenamos o no. Hay un instante en el que dejamos de sentir esa euforia, esa cosa medio mágica medio inocente de descubrir, de escarbar en la tierra, de pelarnos las rodillas por una caída de la bici que más que un accidente es un vuelo de película.
Un día dejamos de ver a los viejos como superhéroes y una pátina de piedad cubre sus rostros. Y entonces la chocolatada ya no sabe tan sabrosa y las masitas de maicena se nos antojan secas.
Un día el reloj se apropia de nuestro tiempo con furia bíblica. Dejamos de comer cuando tenemos hambre y lo hacemos cuando corresponde. El amor y la admiración incondicionales hacia los que están cerca se retiran con paso trémulo, sin dar aviso, como quien traiciona, y entonces aparecen en el escenario los celos, las envidias: las poquitas cosas que bastan para rasgar los hilos del afecto.
Un día nos encuentra preguntándonos por qué se arrastra tanto el lomo entre la miseria y las falsedades, si sería tan bello y tan simple pedalear para adelante y listo. En qué momento ocurrió la catástrofe que no la vimos, no la vimos venir, y quedamos navegando entre los restos que sucumbieron a la desgracia de la estupidez humana -o de la madurez.
Cómo es que aquellas pequeñas cosas nos abandonaron y nos dejaron en medio de la ruta de noche, sintiendo el olor de la soledad y con la certeza de que nada podrá hacer que regresen. Cómo es que tempestad nos hizo aflojar los puños y perder lo más valioso que traíamos. Cómo es que los deseos empezaron a apagarse antes que las velitas.
Y entonces aparece un niño, un chico cualquiera y dice, desde su más profunda inocencia: “¿Vos estás contento con tu vida?”. O dice: “Para mí que la reemplazante no tiene quien la quiera, por eso es tan amarga”. O dice: “Yo cuando sea grande no voy a ser nada, voy a vivir nomás”. Y vuelve a calzar tus pies en esas zapatillas viejas, a ordenar tu cabello en dos colitas desparejas, a pasar el torso por esa remera cualquiera y te sube a una bici para que te caigas otra vez, para que vuelvas a vivir la tremenda sensación de volar por los aires, sin saber qué día ni qué hora es.
Entonces viene un niño y dice: “Cantame las canciones que te cantaban a vos”. O dice: “¿Vamos a disfrazarnos?” O dice: “Yo creo que esta vida es un sueño: que un día nos vamos a despertar y nos vamos a dar cuenta de que era todo mentira”.
Y es en esa milésima de segundo cuando la memoria suspira y recuerda, como en una epifanía, la magia de una tarde en el río; el sabor de las frutillas, sublime hasta la emoción; la magia de un atardecer de verano con su gran agujero en el cielo limpio. Es ese instante el que permite sacudirse la rutina, pensarse, respirar hondo y volver a mirarse al espejo como si la vida fuese un vestido a estrenar.