El facilismo y la demagogia son vicios serios de la política, pero cuando estos vicios se vuelcan hacia el sistema educativo la falta es imperdonable. foto: amancio alem
Por Rogelio Alaniz
El facilismo y la demagogia son vicios serios de la política, pero cuando estos vicios se vuelcan hacia el sistema educativo la falta es imperdonable. foto: amancio alem
Rogelio Alaniz
“No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualao”. (Enrique Santos Discépolo). Por lo menos hubieran tenido la delicadeza de respetar a Sarmiento o, si no les gusta el personaje, al Día del Maestro. Si lo hubieran hecho a propósito no les habría salido mejor. Esperaron el 11 de septiembre para anunciar una supuesta reforma educativa a contramano de los principios de un sistema educativo que en un tiempo no tal lejano nos enorgullecía como argentinos. El facilismo y la demagogia son vicios serios de la política, pero cuando estos vicios se vuelcan hacia el sistema educativo la falta es imperdonable. No juzgo intenciones sino hechos, aunque conociendo el paño de algunos de los promotores políticos de esta “hazaña” educativa, tengo derecho a desconfiar de quienes pretenden justificar lo injustificable con argumentos sacados de los arsenales baratos y rancios de un pedagogismo impotente e irresponsable y, en más de un caso, cómplice de la quiebra educativa de la nación. Parece que a los señores les parte el corazón un aplazo. Palabras más, palabras menos, lo consideran una flagrante violación a los derechos humanos. Ellos parecen estar preocupados por la estigmatización de los chicos, pero no parece preocuparles la estigmatización de un sistema educativo condenado por ellos al naufragio. Hay escrúpulos para ponerle un dos a un mal alumno, pero no hay escrúpulos para calificar con un cero al sistema educativo. La fórmula es sencilla: si hay problemas, que no se noten. Hacerlos pasar a todos de grado es siempre mucho más fácil que asumir los desafíos de la enseñanza. Para justificarse dijeron que en los países avanzados se hace lo mismo. No está mal copiar las buenas experiencias; pero a condición de copiar bien. Finlandia, Suecia, Noruega, es decir los países mejor calificados en materia de educación, no están en ese lugar porque no aplazan o reparten títulos de sexto grado como quien reparte bolsones de comida, lo están porque han sabido construir un proyecto educativo real y consistente; porque le han asignado recursos y han controlado la inversión de esos recursos; porque han abierto oportunidades para todos; porque desterraron el facilismo y la demagogia; porque en todo momento respetaron al maestro y al alumno. Claro que hay que prestar atención a estas experiencias educativas, pero en sus fundamentos no en sus anécdotas. Finlandia puede darse el lujo de no aplazar, entre otras cosas porque crearon las condiciones para que ello no sea necesario; pero aplicar esta fórmula eficaz en un sistema educativo en crisis como el nuestro es el peor de los remedios. No es casualidad que los personajes de esta iniciativa pertenezcan a la misma facción política que, por ejemplo, resolvió el tema de la inflación o la suba de precios adulterando las cifras del Indec. Entonces, si los chicos no aprenden, si los maestros no enseñan y si el Estado no cumple, la solución mágica -ese tipo de soluciones a la que son tan afectos los populistas- consiste en no aplazar y hacer pasar a todos de grado. Dicho con otras palabras, si la basura molesta la solución es esconderla debajo de la alfombra. El reino de Jauja instalado por decreto o por resolución ministerial de un gobierno cuyo cacique mayor pretende ser presidente de los argentinos. Seguramente, los ideólogos de semejante mamarracho dirán que ése no es el objetivo. No será el objetivo declamado, pero será el objetivo práctico, porque atendiendo la crisis actual del sistema educativo, las reformas anunciadas no tienen otro destino que degradar aún más la educación, alentar el arribismo, frenar cualquier intento en serio de reivindicar una educación que, como todo proyecto que merezca ese nombre, debe estar fundado en la exigencia y la calidad, valores que los promotores de esta reforma ignoran, subestiman o desprecian. A los chicos no se los estigmatiza poniéndoles un cero, se los estigmatiza cuando se los condena a la ignorancia, cuando se los estafa otorgándoles un título de sexto grado vacío de contenidos. Nunca olvidar que el sexto grado de las escuelas pobres no es el mismo que el de los colegios de barrios de clase media o acomodada. Hay factores sociales y clasistas que escapan a los alcances de la escuela, pero lo que no puede hacer la escuela es eludir el problema por la vía fácil y cómoda de hacerlos pasar de grado y entregarles un certificado de estudios que no adquirieron. Me parece innecesario decir que los números no tienen la culpa de la crisis educativa, de la humillación de la pobreza, de la tragedia en la que están sumidos los pobres. Las calificaciones son el termómetro no la fiebre y, mucho menos, las causas de la fiebre. El cero o el uno deberían ser una señal de alerta, una luz roja que el maestro tiene la obligación de prestar atención El problema no es el cero o el uno, el problema es que no se sabe qué hacer ante esta realidad. O lo que se hace es suprimir el cero y el uno, que es lo mismo que romper el termómetro con la ilusión de que con ese acto se derrota a la fiebre. La educación es exigencia, esfuerzo de comprensión, desafío a la inteligencia y la imaginación, aperturas al mundo, descubrimiento de nuevos horizontes. No hay educación sin estos requisitos. La escuela no es el único agente educativo en una sociedad, pero sin su presencia, sin la presencia de una escuela activa no hay educación pública en el sentido más clásico de la palabra. En la escuela, los chicos socializan experiencias, aprenden los valores del esfuerzo, descubren universos posibles que los arrancan de la inmediatez y la rutina. La labor del maestro en este contexto es decisiva. Abre los ojos y enseña a mirar. En el ejercicio de esas virtudes reside la nobleza de su profesión. Se puede calificar con un número o una palabra, pero lo que no se puede hacer es dejar de calificar en nombre de un humanismo tramposo que llevado hasta sus últimas consecuencias liquidaría la razón de ser de un sistema educativo. El uno o el dos es la consecuencia, no la causa, y la calificación lo que hace es poner en evidencia esa causa. Una baja calificación exige atención, afecto. Del maestro depende que un chico con bajas notas no sea estigmatizado, pero también de él depende sacarlo de un lugar en el que está por motivos mucho más importantes que el número con el cual fue calificado. . Nadie en la escuela debe ser estigmatizado: ni el mal alumno ni el bueno. Al mal alumno, porque la escuela está para brindarle siempre otra oportunidad; al buen alumno, porque sus méritos son una virtud no una falta. ¿Por qué digo esto? Porque en el clima de la jarana populista, el malo de la película termina siendo el buen alumno, el chico que se esfuerza por estudiar, por cumplir con sus obligaciones. Sustituir e invertir los valores, transformar la virtud en vicio y el vicio en virtud suele ser otro de los atributos de la cultura populista En una escuela, los chicos deben ser tratados como personas y, desde ese punto de vista, todos son iguales. Pero en este contexto de igualdad, hay diferencias que no se pueden desconocer, diferencias que nacen del talento, la inteligencia y el ejercicio de la responsabilidad creadora. El reconocimiento a las altas calificaciones, el honor de llevar la bandera en los actos patrios, la decisión de integrar el cuadro de honor de la escuela, no son privilegios, son actos de justicia, distinciones personales que encierran una lección de vida, un aprendizaje moral indispensable a la hora de constituir un piso ético trascendente fundado en virtudes y no en vicios. A estas consideraciones, la jauja populista las impugna en nombre del principio bastardo de igualar para abajo. No es casualidad que mientras se insista en no poner bajas calificaciones, en sancionar a los maestros que exigen, al mismo tiempo se banalice al buen alumno, se le nieguen atributos morales, se lo identifique con el egoísmo, se confronte a la inteligencia con las virtudes del “buen compañero”. Toda una lección acerca de qué sociedad preferimos y a qué valores adherimos está presente en estos pequeños episodios.