por Rogelio Alaniz [email protected] Máximo Kirchner quiere que su mamá siga siendo presidente. El hijo habla en público para defender necesidades privadas, pero seríamos injustos con él si supusiéramos que todo se agota en un reclamo filial. Tal vez sin saberlo, tal vez sin siquiera sospecharlo, el hijo se manifestó leal a una de las más añejas tradiciones peronistas, aquella que nació con el fundador del movimiento y que por diferentes circunstancias se mantuvo a lo largo de la historia de esa fuerza política, al punto que muy bien podría decirse que constituye su identidad más profunda y permanente. Hablo del deseo, la pulsión o la exigencia de mantenerse en el poder hasta el fin de los tiempos. No es casualidad que desde que el peronismo llegó al poder, todos sus presidentes reformaron o intentaron reformar la Constitución Nacional con el objetivo de asegurarse la reelección indefinida. Fue lo que hizo Perón en 1949, lo que hizo Menem en 1994 y lo que por un camino u otro están intentando hacer los Kirchner. Es lo que en el orden provincial hacen los gobernadores de este signo. Kirchner en Santa Cruz e Insfrán en Formosa, son las expresiones más genuinas de esta concepción autocrática del poder que acompaña al populismo criollo desde sus orígenes. Nunca Máximo Kirchner fue tan leal al peronismo como en esa jornada celebrada en la cancha de Argentinos Juniors. En el jolgorio populista no hay tiempo para detenerse a pensar en delicadezas republicanas. La idolatría del poder es la exclusiva pasión que justifica tantos desvelos. El poder o el incendio, ésa es su consigna. Todo presidente que ocupe la Casa Rosada y no sea peronista, es un intruso. Cristina eterna o la eterna conspiración. La pretensión de eternidad se acompaña en este caso con un inevitable despliegue de servilismo y obsecuencia. Los autócratas no están solos. Se agita a su alrededor una corte de los milagros cuyos integrantes compiten entre sí en exhibiciones de lealtad e idolatría. El populismo criollo debe ser la única fuerza política en el mundo en la que ser alcahuete es una virtud destacada. Cámpora, sin ir más lejos, llegó a la presidencia de la Nación sin otro talento que su empecinada obsecuencia. Los ritos del populismo no difieren en lo fundamental de los de la mafia. La misma ceremonia del poder, la misma obsecuencia con el jefe, el mismo ritual de abrazos y besos con las consabidas promesas de lealtad que luego suelen ser prolijamente traicionadas. En la alcoba del poder decide la familia y el círculo íntimo de incondicionales. En la plaza o en la tribuna, la ceremonia de la obsecuencia se despliega festiva y patética. La fidelidad al líder es una necesidad constitutiva en el imaginario populista. La retórica suele hablar de construcciones colectivas, pero en la realidad todo se somete a una persona. El endiosamiento del jefe va acompañado de la renuncia a ser protagonistas reales de la política. En la simbología populista no hay personas, hay masa; no hay individuos, hay rebaño; no hay autonomía, hay sometimiento. El líder en el populismo criollo no es una regresión a la monarquía absoluta, sino a la tribu. Hoy es Cristina; ayer fue Néstor; antes de ayer, Carlos Saúl. Cada uno con sus propias variantes, sus consabidas fobias y sus exclusivas pulsiones. Del culto idolátrico al jefe no se salvó ni siquiera la buena de Isabel Perón. Conviene aclarar al respecto, que para 1982 los peronistas competían en manifestar adhesiones a la mujer que portaba el apellido consagrado. Una vez más el viaje a Madrid se transformó en rito iniciático. Esta vez no fue Puerta de Hierro, pero fue la puerta de la viuda en donde los vasallos dejaron ofrendas y mensajes; perritos caniches y tarros de dulce de leche. Liberada a su ímpetu, la obsecuencia no suele detenerse ante nada, ni siquiera ante el ridículo o las exigencias del decoro y el buen gusto. Isabel Martínez de Perón no fue candidata a presidente en 1983, y no porque la claque no lo hubiera querido, sino porque ella no lo quiso. La diferencia entre lo que ellos quisieron y lo que ella decidió merece tenerse en cuenta. Bueno es recordar que, para esa fecha, en Santa Cruz, Néstor y Cristina militaban en esa causa con el mismo entusiasmo que diez años más tarde iban a ofrecerle al menemismo. El maestro en estas interpretaciones teatrales fue sin duda Juan Domingo Perón. De la reforma de la Constitución de 1949 se habló mucho, pero se conoce menos de los preparativos que la hicieron posible. Y muy en particular del despliegue histriónico del jefe insistiendo en que no quería presentarse a un nuevo mandato. La puesta en escena estuvo tan bien lograda que hasta los propios peronistas terminaron creyendo en ella. Fue así que a punto de iniciarse la asamblea constituyente, los peronistas estaban convencidos de que el líder no quería ser reelecto. Según cuenta Eduardo Colom, esa noche Perón no durmió porque empezó a sospechar que sus subordinados le habían creído y por lo tanto lo iban a dejar afuera. La intervención enérgica de Evita impidió que se consumara lo peor. Perón siempre les reprochará a sus seguidores haber creído al pie de la letra en sus palabras. Los reproches verbales a la tropa no excluyeron operativos de limpieza contra quienes supuestamente conspiraron para impedir su reelección. La víctima elegida en aquel caso fue el coronel Domingo Mercante, camarada de armas del general, el hombre que manejó desde 1943 las relaciones con los sindicatos, uno de los forjadores del 17 de Octubre, el testigo del casamiento de Juan Domingo con Evita y gobernador de Buenos Aires con una gestión que fue una de las más buenas en la historia de esa provincia. Con todos estos méritos estaba claro que Mercante no tenía futuro en el peronismo. Debería haberlo sabido: en el populismo, nadie le puede hacer sombra al jefe. Perón fue reelecto y Mercante inició su acelerada declinación hasta concluir en el más oscuro anonimato. ¿Cuál fue su error? ¿Haberle creído a Perón? ¿Cómo pudo equivocarse tanto? ¿Cómo no sospechó que la reforma se hacía para asegurar su reelección y que todo lo demás era jarabe de pico? Imposible responder a esas preguntas. Los soldados de la causa no sólo deben seguirlo al jefe cuando dice la verdad, sino también adivinar cuando está mintiendo. Como se podrá apreciar, el trabajo del servil no es tan sencillo como parece a primera vista. Lo que de todos modos no se puede desconocer es que en 1948 el clima en contra de la reelección presidencial era fuerte. Sin ir más lejos, pocos meses antes de la Constituyente todos los diarios nacionales reprodujeron las declaraciones políticas de uno de los dirigentes importantes de ese momento: “Mi opinión es contraria a la reforma del artículo 77. Y creo que la restricción que existe es una de las más sabias y prudentes de cuantas establece la Carta Magna. Bastaría con observar a los países en que la reelección es constitucional. No hay recurso al que no se acuda, lícito o ilícito; es escuela de fraude e incitación a la violencia. Y si bien todo depende de los hombres, la historia demuestra que éstos no han sido siempre ecuánimes y honrados para juzgar sus propios méritos. En mi concepto, tal reelección sería un enorme peligro para el futuro de la república. Sería peligroso para el futuro de la república si todo estuviera pendiente y subordinado a lo pasajero y efímero de la vida de un hombre”. Impecables palabras que mantienen rigurosa actualidad y expresan una conmovedora adhesión a los valores republicanos. Montesquieu seguramente hubiera aprobado estos conceptos expresados por Juan Domingo Perón el 1º de mayo de 1948. ¿Cambió de opinión o faltó a la verdad? Creo que las dos cosas, pero ya se sabe que otras de las facultades del líder es mentir pues, como dijera mi amigo, ¿para qué desear el poder si después no puedo abusar de él?