Por Rogelio Alaniz
Rogelio Alaniz
“Los populistas ofrecen soluciones falsas a problemas reales”. (Michael Ignatieff). No nos confundamos. La Señora no está loca, está equivocada, profundamente equivocada, que no es lo mismo. La diferencia hay que entenderla si se pretende comprender sus actos. Sus errores básicamente no provienen de alguna perturbación mental o trastorno psíquico, sino de una concepción del poder, de un modo de entender la acción pública y la defensa de sus intereses. En política es aconsejable rehuir a la tentación de reducir los dilemas del poder a los episodios de la vida privada de un mandatario, por importante o poderoso que sea. No es que los trastornos psíquicos no existan -si así no fuera, Shakespeare, por ejemplo, se habría quedado sin libreto- sino que nunca son los principales a la hora de intentar comprender escenarios sociales complejos y proyectos de poder que exceden la personalidad de un jefe. En esta semana, la Señora ha violentado las normas del sentido común, del protocolo diplomático, incluso de los intereses nacionales, pero sus actos están en leal sintonía con la cultura populista. Allí se nutren y allí se legitiman. Que muchos de los argentinos no los compartamos no quiere decir que no sea así. O que todo sea consecuencia de una alienación personal. A la hora del análisis, a la hora de comprender la política, nunca conviene desconocer el punto de vista de quienes gobiernan, sobre todo si lo que se pretende es derrotar políticamente a ese punto de vista. Ciertos actos de la presidente, que a muchos ciudadanos nos parecen desopilantes y peligrosos para el país, a muchos otros les parecen justos y necesarios. En principio, los seguidores más leales de la Señora se suman con singular entusiasmo a sus bravatas. Proyectar frustraciones, resentimientos y miedos contra un enemigo externo, suele ser el deporte favorito del populismo. Reducir la realidad a consignas polarizadas, imaginar conspiraciones y desenlaces trágicos son pulsiones habituales de esta cultura. Nunca hay que subestimar la capacidad del populismo para movilizar sentimientos atávicos. Es lo que más les gusta hacer. Puede que en el siglo XXI esta pasión se haya reducido, pero en estos temas tampoco conviene estar demasiado seguro. El populismo como cultura posee un componente festivo y trágico. Festivo en tiempos de abundancia; trágico en tiempos de crisis. A veces los sentimientos se confunden, porque en toda concentración de masas hay algo de alienación, mucho de manipulación y la alegría ruidosa y expansiva suele derivar en más de un caso en episodios salvajes de violencia, en los que la barbarie se disimula con consignas políticas. Es “El matadero”, de Echeverría, o “La fiesta del monstruo”, de Borges y Bioy Casares. Pero es en tiempo de crisis cuando el populismo se pone peligroso, violento y autodestructivo. El primer peronismo que incendia iglesias y locales partidarios no es muy diferente al peronismo de las Tres A y los Montoneros en la década del setenta, con sus pistoleros asesinándose entre ellos y abriendo las puertas al golpe de Estado. El Perón que amenaza desde el balcón con linchar a los opositores no difiere en lo fundamental de la Señora que desde el atril condena y excomulga. Aislado y sin recursos, el populismo se repliega en sí mismo, acentúa sus tendencias conspirativas y paranoicas y atribuye a sus enemigos internos y externos las responsabilidades nacidas de su incompetencia y ceguera. Si la cultura opositora es sólida y las instituciones son fuertes, estas tendencias pueden controlarse. En esos casos, el populismo se transforma en una caricatura de sí mismo. La Señora hoy es esa caricatura. Sus gestos, sus palabras, su vestuario, cada uno de sus actos convalidan esos trazos. Para su desgracia, la Argentina no es Venezuela. El populismo degrada y corrompe lo que toca, pero muy a pesar suyo sobrevive una Argentina que resiste: la Argentina del trabajo, la inteligencia, la educación y la honradez. Gracias a esa Argentina todavía no somos Venezuela; gracias a esa Argentina aún nos está permitido imaginar el futuro. La Señora nos anuncia desde su atril que la quieren matar. Antes la quería liquidar el Estado Islámico; ahora es Estados Unidos. ¿Obama o Griesa? ¿Mambrú o Nippur de Lagash? Da lo mismo. Como se dice en estos casos, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. Lo importantes es transmitir que la quieren matar, lo importante es victimizarse, presentarse ante sus seguidores como una suerte de Juana de Arco o Rosa Luxemburgo, decidida a sacrificarse por una causa justa. La puesta en escena del populismo siempre bordea el ridículo. El camino de la tragedia a la farsa, ellos lo recorren alegres y campantes. Suponer que Estados Unidos en estos momentos está interesado en liquidar a una presidente multimillonaria y algo excéntrica se parece más a un chiste, a un episodio de “Bananas” de Woody Allen, que a la denuncia de un jefe de Estado. Creer que a la Señora le aguarda un destino parecido al de Salvador Allende es una falta de respeto a la memoria de Allende. ¿Cree en lo que dice o es una farsante? Imposible saberlo. Lo más probable es que sean las dos cosas: verdad y farsa. En su concepción del mundo y de la vida, estos sentimientos se confunden. Al populismo le seduce caminar al filo de la navaja, mecerse en la cuerda floja, gestar su propio culebrón. Sobre todo cuando están acorralados y la claque aplaude a rabiar cada uno de sus despropósitos. Como en todo discurso cerrado, aceptada la primera premisa, todo lo demás parece lógico y previsible. Banqueros, periodistas, exportadores, judíos, políticos opositores, todos cayeron en la volteada promovida por la Señora. Ni Juan Carlos Fábrega se salvó de la embestida. La quieren desestabilizar y la quieren matar. ¿Pruebas? No son necesarias. La platea populista nunca le pide pruebas al líder. El populismo es un acto de fe que se celebra a sí mismo. Por su parte, la Señora está convencida de que el mundo antes de ponerse en movimientos necesita consultarla a ella sobre cómo debe girar sobre su eje y a cuál distancia del sol y de la luna. Supone que los carniceros del Estado Islámico están preocupados por su existencia. O que en Medio Oriente, palestinos y judíos ahora tienen claro que la solución a una guerra de siete décadas es la existencia de dos Estados. En la misa línea cree que Obama pierde el sueño por ella, que Angela Merkel llora en silencio por sus imputaciones y que el Papa es el más leal militante K que camina por las calles del Vaticano. ¿Locura? No. Populismo liberado a sus más secretos impulsos. ¿Irracional? Más o menos. Irracional en sus fundamentos, pero racional a la hora de aferrarse al poder. No olvidar: el populismo no es un programa económico, mucho menos un proyecto liberador. Es, entre otras cosas, un formidable y a veces monstruoso dispositivo de poder, legitimado por masas sometidas a los cantos de sirena de la demagogia y el clientelismo. Los problemas se le presentan al populismo cuando los recursos se agotan, cuando las vacas gordas adelgazan y hasta robar -una de las aficiones que más les seduce- se trasforma en un oficio inseguro. Recordemos al respecto que el populismo como proyecto histórico tiene dos grandes impedimentos: no sabe gobernar en la escasez porque en la ecuación acumular-distribuir nunca supo acumular. Y tampoco puede gobernar en sociedades modernas porque la condición de su existencia es la presencia de masas empobrecidas que -eso sí- nunca debe dejar de ser pobres. Éstos son los imperativos que se le presentan a la Señora en la actualidad. La fiesta llegó a su fin, no hay golpe de Estado salvador para victimizarse y, para colmo de males, la Constitución le impide presentarse a Ella en las próximas elecciones. No, no está loca. La locura es el populismo, esa taberna política en la que se embriaga a los pueblos, condenándolos a la ignorancia, la humillación y la desdicha.