Natalia Pandolfo
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Tomar la respiración como en un globo: encerrarla, ponerle un marco, sentir su ritmo, percibir su calor. Ir contando los tiempos del inhalar y del exhalar: acomodarse a la melodía de ese ser que duerme, entregado al dulce recreo de la conciencia.
Captar en el aire un recuerdo ancestral y traerlo, hacerlo letra y música, tamizarlo con la propia voz y largarlo al aire, para que ese cuerpo que respira escuche, registre, se estremezca con un gurisito costero, duérmase; o con la historia de un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos, un príncipe malo, una bruja hermosa y un pirata honrado.
Y entonces, cuando la noche va llegando a todos los bordes con su oscuridad, entrar en un reino del revés en el que nada el pájaro y vuela el pez, en el que los gatos no hacen miau y gritan yes porque estudian mucho inglés.
Observar cómo las pestañas van, inquietas, desobedientes, dejándose finalmente vencer. Cómo el pecho juega al sube y baja lento, como en una película con su tempo distorsionado.
Y ver a ese pedazo de tu corazón allí, tendido, liberado a las potentes fuerzas del sueño y de sus pesadillas, vulnerable, lento como un campo que se va tiñendo de colores naranjas a medida que el sol cae sobre la siembra.
Dejar que Manuelita abandone el mediocre Pehuajó en busca de su ideal de belleza y glamour, viajar en su caparazón tan lento como se pueda, pensar en el pobre tortugo, que se queda ahí esperando, someterse al tratamiento de la tintorería de París y volver, con la frente marchita, a los brazos del pueblito y del viejo amor.
Encontrarle el sentido a las palabras que no lo tenían, o que tenían otros tan disparatados que descubrir el error tiñe las mejillas de rojo.
Hacer las cuentas del dos y dos son cuatro y arrodillarse, cual ánima bendita, con la gracia y la gentileza de un príncipe. Viajar por encima del mar junto al Perro Salchicha y aquella gaviota medio marmota, bizca y con cara de preocupación. Preguntarse qué corno será el jarabe de orozuz, mientras el boticario dice ah ah ah ah ah atchús. Ser testigo de los desvelos, de los espasmos que preceden al estado de inconsciencia, de la pesadez en la que van cayendo, como soldados, hombros, pies, cabeza.
Viajar con el cocherito leré, con el señor don gato, firulato, firulato; ingresar al viejo hospital de los muñecos, pasear con la señora que iba rompiendo los faroles con su sombrero, buscar qué había debajo del botón que encontró Martín, enternecerse con la historia de la Gatita Carlota y su novio, el Gato con Botas. Traer, por qué no, aquella vieja canción que quedó merodeando como un fantasma por los distintos resquicios de la memoria y dejarla salir, libre, para que siga su devenir de boca en boca a través de la historia.
Observar las aletas de la nariz que bailan a ritmo lento y preguntarse si, acaso, ésta será la última vez: si la canción quedará durmiendo en ese cuerpo que descansa hasta que alguien, algún día, la despierte nuevamente. Y cuando el silencio, infinito y bello como el de la cima de una montaña, se adueñe de la escena; entonces, sólo entonces, es hora de ponerse de pie, guardar las melodías en un bolsillo con agujeros y regresar silbando bajito al anodino mundo de los grandes.