Milan Kundera. Foto: ARCHIVO
Por Estanislao Giménez Corte
Milan Kundera. Foto: ARCHIVO
Estanislao Giménez Corte
Escenario 1
Milan Kundera deja el café a medio beber en la mesa de madera de incienso de su departamento parisino y camina lentamente hasta el teléfono que, aunque inalámbrico, suena desde su base. A sus 85 años, el autor prefiere usar ese método para no extraviarlo en ninguno de los ambientes. Esa mañana, mientras se acerca a pasos cansinos hasta el chirrido insoportable, recuerda de repente las veredas de Brno, en su Checoslovaquia natal, cuando la cortina de hierro, cuando narró las peripecias de sus personajes hermosos, radicados o situados -eso sí- en la Praga sepia de los años sesenta. Sabe que ese llamado al que ya llega puede ser lo mismo uno de Estocolmo que una oferta de seguros o una encuesta sobre las elecciones regionales que se aproximan. No le preocupa hondamente que el primero de los llamados suceda. Ya la literatura y la vida le han dado mucho, piensa. Pero alrededor del mundo, imagina, legiones de seguidores se alegrarían si ese llamado fuese efectivamente el llamado. Kundera pulsa el botón correspondiente y dice un “hola” con indisimulable acento.
Escenario 2
Es noche afuera del hotel norteamericano en el que Haruki Murakami descansa. La ciudad, que puede ser Filadelfia o Washington, lo recibió anteayer para una serie de conferencias que dictará antes de volver a Tokio. Murakami percibe aun en el sueño el sonido del teléfono. Lo primero que aparece con claridad en su mente es esta pregunta: ¿qué hora será en este momento en Estocolmo? Despierta y va ágilmente hacia el teléfono. Su rutina de corredor lo mantiene en excelente condición física a sus 65 años. Sabe que ha sido firme candidato los últimos 5 ó 7 años. Cree que será éste. Lo quiere. Cree que antes o después va a llegar. Ojalá sea este año, cavila. Detiene la marcha acelerada antes de tomar el tubo. Respira largamente. Se recupera. Y habla calmadamente, en inglés, con indisimulado acento.
Escenario 3
Alguien que no podemos identificar (un ayudante o un músico sesionista) baja al sótano de la enorme casa. Debajo está Bob Dylan escuchando viejas cintas. Pese a afectar un prolongado desinterés, sabe qué día es. Sabe qué llamado podría ser. Sabe que su nombre circula en una lista. Año tras año tras año. No tiene muchas esperanzas, parece. Atiende con la voz aguardentosa.
Escenario 4
Los ejecutores del premio a las Letras más famoso deciden, con criterios “geográficos” y políticos, como dijeran muchos célebres críticos, otorgar la estatuilla. Un año a un autor de un país perdido, por caso, en la sabana africana, otro a uno proveniente de las montañas de Kazajstán, cuya obra seguramente será muy valiosa pero es extraordinariamente desconocida para el mundo entero. Eso sucede alternadamente. Luego se regresa a la tranquilizadora Europa (este año con Modiano) y luego equilibradamente pasan América y los otros continentes. Los ejecutores del premio arguyen referencias más políticas que literarias, más geopolíticas que de estilo, más estratégicas que lógicas, más racionales que emocionales. Así, cumplen involuntariamente con un viejo apotegma de Barthes, que decía que el capitalismo incorpora lo extraño y desconocido como “exotismo” y una excepción. Así un autor notablemente desconocido, quizás perseguido por un régimen oprobioso, quizás con una obra desconocida y un nombre de entreverada fonética, recibe el galardón y la moneda. Lo agradece, lo acepta y lo disfruta. Seguramente, es un acto de justicia. Seguramente estos premios que rotan por el globo, como en un juego de movimientos por hemisferio, no han sido este año lo justos que querríamos que fueran, por caso, con “La vida está en otra parte” o “La inmortalidad”, o con el ritmo lentísimo pero invasivo de “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo”, ni con “Not dark yet” o “The Times they are a-changin’”. Podrán serlo el año que viene. No éste. Los Nobel, lo sabemos, son arbitrarios, caprichosos, injustos, políticos. No hay forma de que no lo sean. Pero, ¿quién no se ha alegrado un poco de que, cada tanto, lo obtenga algún autor que supimos frecuentar, querer, descubrir? Ello, aun para los más críticos de la academia sueca, tiene un sentido como de reparación universal o de justicia ¿no lo creés, admirado Milan?