Por Rogelio Alaniz
por Rogelio Alaniz
[email protected]
La victoria electoral de Evo Morales fue tan abrumadora que exime de mayores comentarios. Según las cifras disponibles, el líder boliviano ganó con el sesenta por ciento de los votos, lo que le permite asumir su tercer mandato presidencial sin necesidad de segunda vuelta. No concluyen allí las satisfacciones. Con estos resultados, sus seguidores podrán promover una reforma constitucional que asegure para su jefe la reelección indefinida. Ni Juan Manuel de Rosas en nuestros pagos tuvo tanto poder. Al respecto no hay sorpresas: los operadores oficiales reconocieron esta vocación de poder con todas las palabras, además de admitir que ni detrás ni al costado de Morales hay un dirigente que le haga sombra.
Siempre suele pasar lo mismo en estas experiencias “populares”: los procesos son muy transformadores, muy participativos, muy igualitarios, pero en el único lugar donde no hay transformaciones ni participación es en la cúpula del poder. Tal vez algo de esto haya tenido en cuenta Morales al momento de dedicar el triunfo a Fidel Castro y Hugo Chávez.
Morales será el presidente que más tiempo gobernó en Bolivia. A partir de su llegada al poder los historiadores hablan de un antes y un después. Se puede estar a favor o en contra de su gobierno, pero lo que no se puede es desconocer su legitimidad. Además, como los hechos se empecinan en probarlo, el hombre no mastica vidrio. Se llena la boca con Fidel y Chávez, se viste con trajes aborígenes, pero a la hora de tomar decisiones económicas y sociales se maneja con una racionalidad rigurosa.
Su gobierno debe ser el mejor o el menos malo de la historia de Bolivia. Recordemos que hasta su llegada a la presidencia en 2005, los gobernantes además de insensibles y corruptos, eran represores y facciosos. No todos fueron lo mismo, pero los resultados fueron parecidos. La historia de Bolivia hasta Morales es la historia de los golpes de estado y la desestabilización permanente.
Puede que a muchos de nosotros esos ritos y ceremonias indigenistas nos resulten extravagantes, pero no es nuestra opinión la que importa en este caso, sino la de quienes son los genuinos protagonistas de este proceso. Tal como se presentan algunas de estas celebraciones, daría la impresión de que poseen más un valor simbólico que material. A la hora de arreglar con empresarios nacionales o extranjeros o decidir sobre temas puntuales como el presupuesto o el déficit fiscal, Morales no recurre a los consejos de la Pacha Mama, sino a las experiencias teóricas de la modernidad.
Como se dijera en estos días, Evo habla como Chávez, se comporta como Lula y a la hora de decidir sobre las cuentas públicas se parece a un moderno economista chileno. Así lo demuestran los resultados económicos, sociales y financieros. Desde 2005, Bolivia crece a un promedio de cinco puntos por año, la pobreza ha disminuido desde el sesenta por ciento al cuarenta y cinco por ciento y la pobreza extrema bajó en quince puntos. Él mismo admite que queda mucho por hacer, pero lo que se ha hecho hasta la fecha no es poco y la sociedad así se lo reconoce.
Sus críticos que no pueden refutar estos datos duros de la realidad, dicen que se benefició por la persistencia de un ciclo económico favorable. Observan al respecto que la fuente principal de ingresos proviene de la venta de gas a Brasil y Argentina. Señalan a continuación que en un futuro inmediato esta “ganga” se cortará y Bolivia volverá a sumergirse en la pobreza.
¿Es tan así? Más o menos. Es verdad que la venta de gas a países vecinos le ha dado a Bolivia muy buenos ingresos. Pero no es menos cierto de que esto fue posible porque Morales tomó decisiones que permitieron -por ejemplo- que con la renta gasífera y petrolera se invierta la ecuación: antes las empresas extranjeras se llevaban el ochenta por ciento y ahora ese mismo porcentaje queda para el Estado que se encarga de repartirlo en bonos para los pobres y en obras públicas que modernizan la infraestructura y generan fuentes de empleo.
El gobierno dice marchar al socialismo del siglo XXI, pero en realidad marcha hacia una modernización capitalista con políticas sociales de tipo asistencialista. No está mal que así sea, pero tampoco está mal poner en claro los conceptos. La retórica revolucionaria del gobierno sirve para movilizar a la elite del poder y a sus sectores más cercanos. Al resto de la sociedad, esa verborragia la deja indiferente. Votan por Morales no por sus encendidas proclamas anticapitalistas, sino porque por primera vez Bolivia está conociendo los beneficios de un capitalismo que más o menos funciona.
El presidente se llena la boca hablando de nacionalizaciones y soberanía energética cuando en realidad lo que hizo fue una renegociación de los contratos de concesión de explotación a las multinacionales. Es lo que debía hacer y está bien que así lo haya hecho, pero a tres mil kilómetros de distancia yo no tengo la obligación de creer en la consistencia de ciertas patrañas agitativas.
Morales no sólo obtuvo una contundente victoria electoral, sino que atendiendo a la distribución geográfica del voto aseguró la gobernabilidad. Obtener el sesenta por ciento de los votos es una excelente cifra, siempre y cuando se tenga en cuenta a la hora de gobernar que existe un cuarenta por ciento de oposición, es decir, una minoría consistente y con disponibilidad de recursos.
Hace unos años, la decisión oficial hubiera sido perseguir a la oposición en nombre de indigenismo y el anticapitalismo. Algunas de estas variantes intentó poner en práctica durante su primer mandato, pero enseguida tuvo la perspicacia de buscar acuerdos. Es así como logró entenderse con la poderosa burguesía de Santa Cruz de la Sierra. Este talento para maniobrar le permitió en los recientes comicios ganar en todas las “provincias”, menos en el Beni donde el oficialismo perdió por una diferencia escasa de votos.
Lo cierto es que por lo menos hasta 2020 hay gobierno de Morales en Bolivia. Cumplirá para esa fecha quince años en el poder, que podrán extenderse a veinte, como ya lo señalaron sin tapujos sus seguidores. El aymará que conoció desde su más tierna infancia las inclemencias de la pobreza y las humillaciones de la discriminación, hoy es el hombre más poderoso de Bolivia. En la mejor versión yanqui, su itinerario por la historia puede presentarse como el hombre que se hizo solo desde abajo. Es probable la comparación no le guste a muchos de sus seguidores, pero según se mire, lo suyo es más un mérito que un defecto.
Su estilo de vida también cambió. Los beneficios del poder asoman por todos los costados por más indigenista que sea. Esto suele ser inevitable, aunque más grave es la sospecha acerca de su irrefrenable tendencia a acumular riquezas que van más allá de un legítimo cambio de estatus. Nadie le va a exigir al presidente que viva en un rancho o en una carpa, pero como a cualquier funcionario en el poder no está de más pedirle alguna explicación acerca del origen de su fortuna. “Morales no es Mujica”, dijo un periodista para diferenciarlo del actual presidente de Uruguay, que sigue viviendo en su vieja chacra.
Dicen que de niño y adolescente quiso ser jugador de fútbol, después dirigente deportivo, hasta que encontró su lugar en los movimientos sociales cocaleros. Pronto demostró capacidad de mando y liderazgo. Era inteligente, pícaro y decidido, condiciones indispensables para ganar poder y mantenerse. A los treinta años, ya era conocido en su ambiente, pero si a alguien tiene que agradecerle su acelerada popularidad es al entonces embajador norteamericano en Bolivia, Manuel Rocha, cuando no tuvo mejor idea que declarar en un momento de crisis política y vacío de poder, que EE.UU. iba a hacer lo imposible para que un cocalero como Evo Morales no llegara al poder. Si Perón en 1945 tuvo la infinita suerte de encontrarse con Braden y gracias a él ganar las elecciones de 1946, a Morales esta descalificación pública por parte de Rocha lo transformó en el candidato deseado por una significativa mayoría de bolivianos.