Natalia Pandolfo
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Todos los sábados a la tarde, ella prepara el mate y parte rumbo al oeste. Camina por las calles angostas, curiosea algunos nombres, repite el mismo recorrido que con el paso del tiempo devino ritual.
Tira las flores viejas, cambia el agua, pone las nuevas: lo de siempre. Con el armado del mate, el otro rito que la acompaña, van cayendo las primeras imágenes.
—Me siento sola. Sí, ya sé que están los chicos, pero es otra cosa, vieja. Sola, como un caballo con un carro cargado de adoquines.
—Seguí, capaz que te entiendo.
—No sé cómo explicarlo. Se suponía que tener hijos implicaba una responsabilidad compartida. Un estar sin condicionamientos. Se entendía que lo que iba a disolverse era sólo la pareja. Y en cambio...
—¿En cambio?
—Aquí me ves, sola para todo.
—Todos estamos solos.
—¿Vos no te cansaste nunca? ¿Nunca pensaste en largar todo?
—Altrocché...
—¿Y entonces?
—No sé, no se me ocurrió.
—¿Cómo no se te ocurrió? ¿No es absurda una vida así? ¿No valía la pena intentarlo?
—Valía, claro que valía. Pero yo era mamá. Eso estaba por encima de todo.
—Quizá hubiera estado bueno tener el ejemplo de una mamá valiente.
—Hay que ser valiente para sostener la vida que yo sostuve.
—No me manipules. Son especialistas ustedes en eso. Sabés lo que te estoy diciendo.
—¿Y qué ganaba?
—Libertad. Alegría. Ganas de vivir. Casi nada.
—No entendés. Para mí tenerlos a todos juntos en una mesa de domingo era más importante que todas esas medallas que vos decís.
—Pero te sentías sola. Y triste.
—Seguro. Más de una vez.
—¿Y qué hacías?
—Me iba a la iglesia y rezaba.
—Qué operativa.
—No me subestimes. Son especialistas ustedes en eso.
—Yo no puedo ir a una iglesia: yo tengo que poder resolver esto con mis propios recursos.
—Hablá entonces. Recorré tus caminos. Peleá. Sentalo a ese pibe -nunca me gustó ese pibe, te lo dije- y explicale: que el tiempo es oro, que corre rápido, que es arena entre las manos, que un día sus hijos le van a reprochar que no conoció ni siquiera el nombre de sus maestras. Sacá el escudo y la espada. Yo voy a ser tu ángel.
—Como cuando era chica.
—Como cuando venías todas las noches y me dabas un beso y me decías “después andá”, o “depueandá”, o algo así al oído, y yo entonces me arrodillaba cinco minutos al lado de tu cama y vos te dormías tranquila.
—No, vieja. Yo cerraba los ojos y mi cabeza no me dejaba en paz. Como hipnotizada, imaginaba el día de tu muerte. Podía sentirlo, podía verme sola como un ínfimo punto en el universo y podía advertir el desgarro y el dolor en cuerpo y alma. Lloraba tanto. Era la certeza de que no iba a poder soportarlo nunca. Y sin embargo, aquí me ves.
—Nunca dijiste...
—Nunca escuchaste.
—Si una pudiera armar una lista de errores y tacharlos de un rayón. Una vez leí por ahí que los padres siempre vamos a hacerlo mal, que es así por definición, y que entonces lo único que nos queda como resguardo es hacerlo con amor.
—¿Te lo dijeron en la iglesia?
—Algún día me vas a entender. Andá, que ya está bajando el sol. ¿Te trajiste una camperita?