Por Rogelio Alaniz “La corrupción es causa directa de la pobreza de los pueblos y suele ser la razón principal de sus desgracias sociales”. Jorge González Moore La pregunta de fondo es la siguiente: ¿un presidente de la Nación puede ser investigado por la Justicia? La respuesta no es tan sencilla como parece al primer golpe de vista. En primer lugar, ese presidente dispone de fueros que le impiden ser convocado a los tribunales como un ciudadano común. En segundo lugar, goza del principio de presunción de inocencia, por el cual cualquier imputación debe ser probada. Y en tercer lugar, que para muchos es el primero, dispone de una estructura de poder que de manera visible e invisible opera para impedir que la Justicia le haga pasar un mal rato o que los opositores conspiren en su contra. Digamos que en los tiempos que corren es difícil que un presidente de la Nación -o una presidente- se vea en apuros mientras ejerza el mandato. Alguien mencionará los golpes militares, pero por ahora estamos hablando de lo que el propio oficialismo califica como maniobras destituyentes, es decir, operativos organizados desde la propia institucionalidad y respetando las normas del Estado de derecho para jaquear a la presidente. Investigar a un presidente de la Nación, por lo tanto, es una iniciativa que pone en juego principios contradictorios. Por un lado, un mandatario en el que se centra el poder político no puede estar sometido a las intrigas, conspiraciones y actos de mala fe de quienes quieren derrocarlo mediante la invocación de irregularidades privadas. Pero por el otro lado, en una república democrática, en un Estado de derecho, es justo y necesario que existan los controles, y que las irregularidades cometidas valiéndose de los instrumentos del poder sean investigadas y sancionadas bajo el principio de igualdad ante la ley, principio que podrá ser matizado, condicionado, pero de cuya existencia depende la salud de una democracia que merezca ese nombre. Digamos que la ética de la responsabilidad protege a los presidentes, mientras que la ética de las convicciones los puede poner en el banquillo de los acusados. ¿Cómo se resuelve esta contradicción? Puede haber varias respuestas, pero en términos prácticos lo que decide en cada circunstancia son las relaciones de poder. Si el poder oficial es fuerte, la tendencia a disimular errores y proteger vicios se acentúa; si el poder está debilitado, las críticas crecen. Así se explica que un episodio menor como es el espionaje a la convención de un partido opositor que sesionaba en un hotel llamado Watergate, disparó un escándalo político que concluyó con la presidencia imperial de Richard Nixon. En otras circunstancias, lo sucedido no hubiera ido más allá de un artículo en la página interior de un diario, pero en las condiciones históricas de los Estados Unidos a principios de los setenta, un episodio si se quiere menor provocó el escándalo que conocimos. Recuerdo muy bien cuando en estos pagos saltó el caso que tuvo como protagonista a Amira Yoma, cuñada y jefa de audiencias del ex presidente Carlos Menem, y entonces casada con el titular de la Aduana, Ibrahim Al Ibrahim. Nunca un caso de corrupción resultó tan evidente, y nunca las instituciones se movieron con tanta diligencia para desvincular del episodio a un presidente que -salvo que pudieran argumentarse insalvables deficiencias mentales-, no podía desconocer lo que estaba pasando al otro lado de la puerta de su despacho. Fue en aquellos días que un reconocido periodista admitió que la investigación se demoró, se trabó o se dirigió hacia otro rumbo porque de continuar conducía, como por inercia, al presidente de la Nación; es decir, a Carlos Menem. ¿A qué quiero llegar con estas consideraciones? A que como en ese momento, el proyecto político menemista gozaba de excelente salud, predominó la tendencia a proteger al presidente más allá de las evidencias. Presentadas así las cosas, podría postularse que los escándalos económicos y financieros que involucran a un presidente darían cuenta de la fortaleza o debilidad de su poder. Si hace unos años una denuncia por enriquecimiento ilícito fue desestimada cuando los datos y los números cantaban otra cosa, es porque el kirchnerismo gozaba de muy buena salud. Temas como los dineros de Santa Cruz, la compra de dos millones de dólares valiéndose de la información confidencial, pudieron ser sorteados con indiferencia y hasta con elegancia porque el poder era fuerte. ¿Hoy lo es? Ya no como antes. Y de continuar en esta línea, la Señora estará cada vez más débil y más expuesta a investigaciones de jueces, fiscales y periodistas. Así operan las relaciones de poder en el mundo que vivimos. Y así se expresan las interpretaciones que podemos hacer desde el realismo político para entender por qué los acontecimientos ocurren de una manera y no de otra. ¿Esto quiere decir que algunos tienen privilegios y otros no? Sí, quiere decir eso. Los hombres y las mujeres con poder disponen de recursos y relaciones que no tiene la gente común. Esto es así y desconocerlo sería un acto de ignorancia o de hipocresía. ¿Está bien que sea así? No está bien, pero ésa es una conclusión posterior que no invalida la primera respuesta: el poder da impunidad. Autores clásicos del pensamiento político lo han expresado en diversos tonos, pero a los que no quieren enredarse con los vericuetos teóricos de Maquiavelo, Weber, Mosca o Pareto les aconsejo que lean aquella declaración que hizo un hombre que seguramente no sabía nada de Weber, pero sabía mucho de poder. Me refiero a Alfredo Yabrán cuando dijo que “el poder es impunidad”. Impunidad es lo que ha tenido la Señora, su hijo y sus socios en todos estos años. Llegaron al poder con cierta fortuna, pero a partir de ese momento se hicieron multimillonarios y colaboraron a hacer millonarios a sus sirvientes y amigotes. Lo que está haciendo el juez Bonadío es tratar de explicar por el camino del orden jurídico e institucional el origen de esas fortunas que sólo un juez venal como Oyarbide puede pasar intencionadamente por alto. El poder político de los Kirchner -también sus relaciones materiales y reales- fue la clave para asegurar su impunidad. A ello, se sumó un conjunto de relaciones que concurrieron a afianzarlo. Las expresiones más groseras de esa complicidad son las que suelen estar en boca de Luis D’Elía, Aníbal Fernández, Diana Conti y el propio Jorge Capitanich. Pero hay algo más que contribuye de manera decisiva a garantizar la impunidad de la Señora y su familia. Y es en este punto donde las ideas, prejuicios y retazos de ideologías juegan un rol importante. La Señora disfruta de estos beneficios porque para la cultura populista, en cualquiera de sus variantes, la honradez de un gobernante no tiene ninguna importancia. Tampoco tienen importancia la libertad y su consecuencia: los controles institucionales. Los argumentos para sostener esto son diversos, van desde los más sofisticados a los más vulgares, pero en cualquier caso al populismo le está permitido robar y le está permitido suprimir las libertades. ¿No hay presidentes honrados? Los hay, y no son pocos. Sin ir más lejos, pensemos en nuestros vecinos Bachelet y Mujica. O pensemos en Illia, Frondizi, Alfonsín, personas a las que jamás les hubiera molestado una investigación por la sencilla razón de que siempre estuvieron limpios, nunca se vieron obligados a ocultar fortunas, lavar dineros, recurrir a testaferros. Ninguno de los mencionados fue un santo o un anacoreta, pero ninguno de ellos se hizo multimillonario en el poder o hizo multimillonarios a sus colaboradores. Se puede ser político y decente, se puede ser presidente de la Nación y austero. No es una hazaña moral hacerlo. Se necesita un mínimo de vergüenza, una cuota mínima de decencia pública, una noción práctica acerca de la virtud ciudadana, méritos que los Menem y los Kirchner ignoraron, o no estuvieron ni están dispuestos a practicar.