Por Rogelio Alaniz
por Rogelio Alaniz
En Medio Oriente no son los palestinos o los judíos los que hoy corren el riesgo de desaparecer, sino los cristianos. Hecha la aclaración corresponde destacar algunos matices: el único lugar donde los cristianos disponen de garantías, donde no corren el riesgo de ser excluidos o asesinados por su fe, es en Israel. El destino de Jerusalén será ser de Israel o una ciudad compartida con los árabes, pero lo seguro es que bajo el dominio de Israel los cristianos pueden acceder sin temores a sus sitios sagrados. En realidad, nadie en Jerusalén, en esta Jerusalén gobernada por los judíos, es excluido de sus sitios sagrados: ni los cristianos ni los musulmanes. ¿Qué pasaría si Jerusalén fuera controlada por los seguidores de Hamas o del Emirato Islámico? Nada diferente a lo que ocurre en todos los lugares donde estas facciones controlan el poder: exclusión, persecuciones y muerte. Que Israel sea la única democracia que merezca ese nombre en la región se traduce en el respeto por las diferencias, una actitud cuyas consecuencias no son teóricas o abstractas, por el contrario, pone en evidencia la distancia que hay entre la libertad y la opresión o entre la vida y la muerte. Quienes desde América Latina o Europa demonizan a Israel, lo colocan en el lugar de victimario y le atribuyen los peores vicios de la condición humana, deberían prestar atención a este hecho ejemplificador. La libertad y el reconocimiento al que piensa diferente no son detalles, adornos o minucias culturales de una sociedad. Lo que vale para el campo de la política vale también para lo religioso. Se es o no se es demócrata. En estos temas no hay términos medios. Es un dilema político, pero es también cultural y existencial. Y al respecto no hay relativismo, apelación a las supuestas idiosincrasias nacionales para justificar lo injustificable o para brindarle coartadas a los predicadores del odio y la muerte. La situación de los cristianos en la región es trágica y es hora de plantearla en estos términos. En los últimos diez años alrededor de un millón de cristianos fueron asesinados por las diferentes facciones del islamismo radical. A los criminales no los ha detenido ni la edad, ni el sexo ni la condición social de sus víctimas. En términos académicos, a ese exterminio sistemático de un sector religioso se lo llama genocidio. Sería deseable que algunas autoridades religiosas registren el dato y lo hagan conocer como corresponde. Está en juego el destino de sus correligionarios, pero también el destino de los hombres en el siglo XXI. El balance en cifras hasta la fecha es desolador. En Siria vivían alrededor de dos millones de cristianos y en la actualidad sobreviven algo más de doscientos mil. En Irak, se estima que el setenta y siete por ciento de los cristianos han abandonado este territorio. En el camino fueron destruidas iglesias y lugares sagrados. La conclusión o la perspectiva hacia el futuro es desoladora: en todas las circunstancias la vida de los cristianos en estos territorios vale poco y nada. No se trata de alentar el retorno a las incalificables guerras religiosas, pero a esta altura de los acontecimientos, y atendiendo la dramaticidad de los hechos, la respuesta no puede ser el ocultamiento de los sucesos o disimularlos con invocaciones generales. El derecho a la legítima defensa vale para las personas y también para las comunidades. El propio Papa Francisco reconoció explícitamente este derecho. Y que la consigna de poner la otra mejilla debía contextualizarse. Sin duda que algo grave le está pasando a la humanidad para que en pleno siglo XXI retomemos una discusión que se suponía saldada desde por lo menos hace dos siglos. El fanatismo religioso, la imposición violenta de los dioses, la persecución y tormento a los disidentes fue un flagelo que afectó a todas las culturas, pero se suponía que después de grandes sacrificios y de pagar elevados costos, la humanidad había logrado superar estos horrores. ¿Es el Islam el portador de la violencia o son las interpretaciones de algunos islamistas los responsables de este estado de cosas? Hay un amplio consenso en admitir que el Islam está liberado de culpa y cargo y que la responsabilidad hay que rastrearla en las facciones de fanáticos cuya prédica desnaturalizaría la dimensión humanista del Islam. La respuesta no sé si históricamente es justa, pero en principio es operativa porque deja abierta la posibilidad de suponer que se trata de una minoría de islamistas fanáticos enfrentada a una mayoría de islamistas alejados de toda violencia y decididos a vivir pacíficamente su religión. Insisto, la hipótesis es operativa, pero el futuro decidirá si es verdadera. Puede que el terrorismo islámico sea una minoría, pero admitamos que se trata de una minoría intensa que hasta la fecha goza de la aceptación, el consentimiento o la indiferencia de islamistas no decididos a matar en nombre de su fe. Lo que llama la atención es que los clérigos no fanatizados o los islamistas no comprometidos con el terrorismo, no sean más severos con sus condenas contra quienes en nombre de Alá y el Islam, siembran en el mundo el miedo y la muerte. Un dato matiza un tanto esta información, y la carga de incertidumbres y temores. En primer lugar, llama la atención que sea el islamismo la única religión que genera permanentes conflictos. Todas las corrientes de inmigrantes que llegan a Europa lo hacen por problemas sociales y económicos. Instalados en los nuevos países, su presencia genera algunos problemas inevitables, pero la tendencia mayoritaria es la integración, la incorporación a un modo de vida al que de manera consciente o inconsciente han aceptado desde el momento en que decidieron dejar sus terruños perseguidos por el hambre, la ignorancia y la crueldad. Sin embargo, con los únicos que hay problemas culturales y políticos es con los islámicos. No con todos por supuesto, pero sí con un sector representativo que está muy lejos de ser insignificante o minoritario. A los atentados terroristas o el asesinato por motivos religiosos, se suma una militante resistencia cultural y el deseo nunca disimulado de imponer por la fuerza sus hábitos y costumbres. Dicho con otras palabras: no se comportan como huéspedes, sino como conquistadores, como arrebatados titulares de una invasión que se propone imponer por las buenas o por las malas las virtudes del Islam. El tema no deja de tener su toque irónico: muchos de esos islámicos huyen de sus sociedades originales perseguidos por la injusticia, la exclusión, pero una vez instalados en los nuevos países se dedican a reproducir las mismas condiciones sociales y culturales que los hundieron en la pobreza. En todas las circunstancias, la actitud es de resistencia. Están convencidos de que el supuesto Occidente dominado por los infieles está en falta con ellos y que ha llegado la hora de rendir cuentas. El odio es una pasión contagiosa. No sólo los recién llegados manifiestan el rechazo a occidentalizarse, también lo hacen los hijos y los nietos de quienes se integraron. La oleada de militantes europeos que peregrinan hacia el Estado Islámico es muy representativa de este singular fenómeno social. ¿Qué pasa con esos jóvenes criados en Europa, que están muy lejos de estar privados de las necesidades básicas pero que en cierto momento de sus vidas renuncian a todo para ir a morir por el Islam, pero en primer lugar, decididos a matar en nombre del Islam? La respuesta a este interrogante nunca puede ser simplificadora, pero en principio lo que hay que admitir como punto de partida es que los cristianos o los judíos no son los responsables de estas alienaciones teñidas de sangre y muerte.