“El Viti”. Toda la elegancia y apostura de Santiago Martín, más conocido por su apodo, uno de los mejores toreros de los años 60. Foto: Wikipedia
Por Agustín Zapata Gollán (texto enviado desde Sevilla, a mediados de los 60, correspondiente a una serie de colaboraciones que permanecieron inéditas. Este y otros materiales fueron encontrados durante la mudanza de El Litoral a su nuevo edificio de calle Belgrano).
“El Viti”. Toda la elegancia y apostura de Santiago Martín, más conocido por su apodo, uno de los mejores toreros de los años 60. Foto: Wikipedia
Por Agustín Zapata Gollán (*)
En el vagón del ferrocarril de Granada a Madrid, frente a mi asiento, se ubicó un fraile carmelita después de pedir permiso muy comedida y discretamente. Se arrellanó en su lugar; arrebujó los amplios pliegues de la faldamenta del sayal; apoyó sobre las rodillas las manos gordezuelas y canónicas -con hoyuelos en los artejos-, asomadas por las holgadas bocamangas del hábito y tiró los primeros cabos para remolcar una conversación que terminó en medio de la barahúnda del andé madrileño. Era un hombre joven, de piel tostada y curtida, destinado por su orden a unas misiones en el Ecuador de donde había vuelto a su tierra en unas breves vacaciones a punto de expirar. La nota gráfica de la revista que leía un pasajero próximo a nuestros asientos, me llevó a tocar el tema del torneo. —Padre -le pregunté-, ¿va usted a los toros? —¿Que si voy? -me contestó al punto-. ¡Pues hombre! Como todo buen español. —¿No cree usted, insistí impertinente, que con su carácter sacerdotal no sólo aprueba, sino que participa de un antiguo rito pagano? El buen carmelita sonrió amablemente y me replicó que ésas eran puras historias. Y cuando me disponía en un trasnochado alarde de erudición pedantesca y manida, a recordarle la isla de Creta con sus antiquísimas pinturas en las que se representan hombres enfrentando a toros en el palacio de Cnossos, me ganó de mano y acabó dándome una verdadera clase sobre tauromaquia, desde la fiereza y “trapio” de los toros a la elegancia y desplante del torero con sus “faenas” de capota y “muleta”, sus amplias “verónicas” y sus apretadas “chicuelinas” desafiando el “embroque” del toro. Sin olvidar, por cierto, el temerario arrojo y la elegante destreza del “banderillero” que arremete al animal enfurecido para clavarle las “banderillas” en un clásico salto de felino. Ni la fuerza del “picador”, que montado en su caballo aguanta la embestida sujetando al toro con la “pica” o la “vara” clavada en sus cuartos delanteros y la espectacular “faena” del “rejonero” que jinete en caballos tan diestros como los mismos toreros desafía y esquiva los cuernos en la feroz lidia taurina. Y para terminar en esta amena y pintoresca charla, hizo un encendido elogio de la estocada “lagartijera” del “diestro” que abate definitivamente a la res, que desaparece luego del redondel a la rastra de tres mulos guiados por los pintorescos “monos sabios” en medio de la ovación y algarabía del “tendido”. Pocos días después de esta iniciación teórica en el toreo, me encontré con un africano, Ricardo Chibanga, espigado, negro y lustroso, como tallado en ébano, nacido en una colonia portuguesa de África, que hacía sus primeras armas en las plazas españolas con tan poca suerte, que, aunque muy ufano, venía del sanatorio de toreros después de una “cogida” en que la herida que le produjo el cuerno del novillo que lidiaba estuvo a punto de cortarle la carótida. “Pronóstico reservado”, había dicho el boletín médico; pero ahora, ya restablecido de sus graves heridas, venía muy resuelto a seguir su carrera, pues, según los entendidos, tenía garra para pasar de excelente “novillero” a primera figura de “matador”. En un “pasaje” próximo a la Puerta del Sol, cita obligada de gente aficionada o vinculada a los toros en vísperas de corrida, apareció en carteles murales la fotografía de uno de los toreros famosos a quien un viejo le decía: “Hijo: en este pueblo vale más morir de un toro que de viejo”; y aunque no se ha lamentado en esta temporada la muerte de ningún “diestro”, las crónicas taurinas han dado cuenta con alguna frecuencia de “cogidas” más o menos graves. Con todos estos preparativos, me dispuse a asistir a la “Gran corrida goyesca” organizada por el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Sangre y arena La magnífica plaza de toros madrileña con capacidad de hasta veinte mil personas, levantada en los confines de la clásica calle de Alcalá, presentaba un aspecto extraordinario. Atestada de un público abigarrado y bullanguero que aguantaba alegremente los implacables y ardientes rayos de un breve sol estival -que según los entendidos es el mejor complemento de una corrida-, era la escena de un espectáculo que sólo se realiza en los meses de verano. El reloj de la plaza marcaba las seis en punto cuando aparecieron en el ruedo, alabarderos, calezas y carrozas con manolas tocadas de amplias mantillas andaluzas levantadas por el arco de los peinetones y envueltas en vistosos y polícromos mantones de Manila. Las acompañaban lacayos y palafreneros de libreas y pelucas empolvadas en un desfile de la época goyesca, precedido, entre los clamorosos aplausos del “tendido”, por Paquita Torres, la hermosa y garrida muchacha andaluza proclamada Miss Europa 1967, quien montaba un brioso tordillo cordobés, con sus zahones de cuero y tocada por un sombrerito calañés que llaman también graciosamente “sombrero de medio queso”. Y cuando Miss Europa desapareció contestando las ovaciones del público con el brazo en alto para ocupar el engalanado palco de la presidencia honoraria de la fiesta, acompañada por un grupo de majas que ya las hubiera querido el Sordo genial para inmortalizarlas en sus telas, la Policía Municipal Montada, con la indumentaria militar de la época evocada, se lució admirablemente en un carrusel al compás de clarines y tambores de la banda de la misma repartición comunal, lo que hizo que un chusco del “tendido” gritara con toda su alma: ¡Olé! ¡Aquí sólo falta la grúa! Terminada esta exhibición de espléndidos caballos andaluces admirablemente amaestrados, que ejecutaron todas las complicadas figuras de la danza, entró a la plaza el pregonero. Bien montado, vestido de negro, con sombrero emplumado, capa y calzón corto y acompañado por dos personajes a pie de igual indumentaria, el personaje leyó “el pregón” de la fiesta entre los aplausos del público. Así dio comienzo el espectáculo propiamente taurino, que como en los buenos tiempos de Carlos V y aún después de los Felipe, en que los nobles y aún los reyes toreaban a caballo, lo inició el marqués de San Remy, un “título” de Sevilla, gran jinete y experto “rejoneador” que después de clavar muy diestramente las primeras “banderillas”, al rodar su caballo fue embestido por el toro, al que alejaron a fuerza de “capote” los ayudantes de la cuadrilla, para sacar luego al jinete y llevarlo a la enfermería con varias fracturas y contusiones. El público siguió este doloroso episodio con una verdadera angustia que se disipó en cuanto el “sobresaliente” salió a matar al “berrendo”, de la ganadería del marqués de Ruchena, padre del infortunado “rejoneador”, ya que después de la fatal caída del conde, había quedado el toro dueño de la plaza. Un espectáculo arriesgado e interesante fue el salto de la garrocha. Como en uno de los grabados de Goya, un torero enfrentó al toro y en el momento en que éste “humillaba” -que en lenguaje taurino es el instante en que agacha la cabeza para embestir-, clavó la garrocha delante y lo saltó limpiamente cuan largo era. Por fin aparecieron los tres toreros del cartel con sus cuadrillas, vestidos todos a usanza de la época goyesca; pero al parecer, los toros no eran lo suficientemente bravos según los expertos, lo que provocó que la corrida se desarrollara entre pullas y, a ratos, con una ensordecedora “música de viento” o el pateo de un “pan francés” abrumador. —¡Ese toro anda más tranquilo que si anduviera en el prado! -gritaba uno. —¡Que el ganadero se lo lleve pa' que lo guarde en la hacienda! -vociferaba otro. Y cuando un cuadrillero salió muy resuelto a hacer unos pases de capote y se vio obligado a saltar el “burladero” para ponerse a salvo de los “pitones”, le gritaron: —¡Vamos chabal, que ese bicho no muerde! El buen humor y el gracejo español fue el mejor marco para la fiesta. Balompié y religión Unos días después de esta corrida, se realizó en el grandioso estadio Bernabeu en “el barrio de los Nuevos Ministerios”, un encuentro entre dos equipos de fútbol muy importantes: el Valencia y el Atlético de Bilbao. Los vascos se habían adueñado desde la víspera de las calles próximas a la Puerta del Sol, con sus banderas, banderines y pancartas y en medio de sus cantos, su música y sus bailes regionales. Cantaron, bailaron y rieron toda la noche y la mañana siguiente, celebrando por anticipado el triunfo. Sin embargo, el resultado les fue adverso: Valencia 2, Atlético de Bilbao 1. Pero este contratiempo no menguó la euforia y entusiasmo de la “hinchada”, ni les impidió seguir con sus bailes y sus cantos en media calle hasta el otro día al son del “chistu”, la flauta vasca de tres agujeros cuyo intérprete la suena con los dedos de una mano, y con la otra se acompaña a golpes de tamboril. Quien, sin conocer el resultado del encuentro, les viera en semejante júbilo y bullicio, hubiera creído que eran los vencedores. Y aquellos vascos recios y fuertes, “chicarrones del norte” como los llaman en Madrid, con sus boinas de amplio vuelo y sus blusas holgadas y sueltas, como entre las peñas de su paisaje agreste y bravío, repetían sin cesar, aquel grito de aliento: ¡Alirón! ¡Alirón! Y así, hombres y mujeres de toda edad, pasearon por las calles madrileñas su optimismo, su alegría desbordante de pueblo sano de alma y cuerpo. En días en que se disputaba “el ascenso a primera” de los distintos equipos de fútbol, me encontré en un pueblo de Andalucía con un andaluz que hinchaba por “el Sevilla” cuya ubicación en primera estaba en peligro. —Le tengo ofrecío -me dijo- a la Virgen del Rocío dos cirios de tres metros de alto y yo me arrodillaré entre ellos hasta que se consuman si quedamos en primea. —¿Y si los descienden? -le pregunté. —Si pierde el Sevilla, me mato -me contestó el andaluz enseguida. —No será para tanto -le repliqué. Y el andaluz, un hombre del pueblo, después de un momento de indecisión: —Pues mir' usté. No me mato, pero me paso al Gran Podé. El Gran Poder, el Jesús del Gran Poder, es una de las devociones más populares de Sevilla, que divide el fervor y devoción de los sevillanos con la Virgen del Rocío. Por eso, al verse defraudado cambiaría de imagen milagrosa como quien abandona a un caudillo electoral que no ha satisfecho sus aspiraciones. (*) El autor, que fue escritor, historiador, grabador y arqueólogo, entre otras cosas, envió desde Sevilla, a mediados de los 60, distintas colaboraciones que permanecieron inéditas. Con esta entrega agotamos la reserva del delicioso material extraviado en un archivo y encontrado durante la mudanza de El Litoral a su nuevo edificio de calle Belgrano. La prosa de Zapata, encendido hispanista, es reveladora de un modo de vida que ha cambiado mucho y de numerosos vocablos que ya no se usan.