Ernesto Sábato entrega al presidente Alfonsín el informe Nunca Más, en septiembre de 1984. foto: télam
Por Rogelio Alaniz
Ernesto Sábato entrega al presidente Alfonsín el informe Nunca Más, en septiembre de 1984. foto: télam
por Rogelio Alaniz
La Conadep fue una de las manifestaciones más nobles de la política argentina del siglo veinte. El acontecimiento merece destacarse porque a pesar de los contratiempos y las zancadillas de la historia hay momentos en que la política se suele expresar como una de las gestas más dignas de la condición humana. La iniciativa nació hace tres décadas en un contexto de turbulencias y discordias, de incertidumbres y vértigos, de miedos y esperanzas. No fue fácil hacerlo; mucho menos, cómodo. Pero había que hacerlo. Era necesario que una sociedad que muchas veces prefirió mirar para otro lado, conociera la verdad de lo sucedido durante los años de la dictadura militar. A partir de ese momento ya no podría hacerse la distraída o recurrir al desangelado “por algo será” o “algo habrán hecho”. Por ahora no me interesan los reproches o el reparto de culpas. El miedo es tan humano como el dolor y la soledad. Y miedo, dolor y soledad fueron los que sobraron en aquellos años donde ni el becerro de oro de la plata dulce, o la exaltación alienada de un mundial de fútbol manipulado y tramposo, alcanzaron para alterar ese vacío, esa sensación de nada que suele dominar a las sociedades cuando se impone aquella fatídica hora de la espada, aquella exaltada celebración de la sangre y la muerte. Mujeres y hombres valientes fueron convocados para iniciar lo que Ernesto Sábato calificó como el descenso a los infiernos. Esas mujeres y esos hombres no tenían las manos manchadas ni con sangre ni con pólvora. Eran manos limpias, firmes y fuertes; manos de gente honrada y valiente. Querían la verdad, pero esa verdad debía ser la verdad de la libertad y la justicia, no la verdad que se levanta sobre una montaña de cadáveres en nombre del orden o en nombre de la felicidad. Esos hombres y esas mujeres, con sus certezas y sus dudas, con sus atrevimientos y sus temores, expresaron en un instante único e irrepetible el rostro más hermoso pero más atormentado de una nación cuyos hijos nunca olvidan, a pesar de todo, que en las situaciones límite pueden ser capaces de afrontar el desafío de un destino de grandeza a la altura de los sueños de nuestros padres fundadores. Por supuesto, quienes encarnaron el pasado se opusieron a todo. Unos dijeron que era una maniobra comunista; otros afirmaron que era una cortina de humo para favorecer a los verdugos. El principal partido opositor había prometido amnistiar a los militares. Los que consintieron a las Tres A y entre risotadas y guiños cómplices ordenaron el aniquilamiento de los subversivos, ahora se confabulaban para amnistiar a los verdugos. Coherentes con sus principios luego se negaron a integrar la Conadep. No concluirá allí este peregrinar de cuarenta años por las soledades de la incomprensión y el sectarismo. El siglo XXI propondrá otra vuelta de tuerca, pero esta vez el guiño de la luz trasera del auto no será el de de la derecha sino el de la izquierda. El resplandor poseerá el tono fantasmagórico de los fuegos de artificio y como música de fondo la melodía desafinada y torpe de la farsa. No necesito dar nombres. Alcanza y sobra con prender la televisión y verlos agitarse como saltimbanquis reivindicando gestas y martirios ajenos. Mientras tanto, a partir de octubre de 1983 el camino de la verdad empezó a ser recorrido sin estridencias ni retóricas huecas pero con empecinamiento. Ni la conspiración del silencio, ni los sabotajes de quienes no terminaban de entender que la Argentina si deseaba estar a la altura de sus mejores tradiciones, debía rendir cuenta del pasado, impidieron que la verdad, una verdad lacerante, una verdad que dolía porque nos involucraba a todos, debía salir a la luz. El objetivo en todas las circunstancias fue saber: saber los nombres de los verdugos y los nombres de las víctimas. Es lo que se hizo y la labor fue impecable. Nueve mil desaparecidos. Números más números menos. Un verdadero horror. Algo así como un desaparecido por día durante casi treinta años. El terrorismo de Estado fue impiadoso y de una crueldad sórdida y siniestra. Las cifras de víctimas podrían haberse ampliado si las investigaciones hubieran incluido los años de Perón, Isabel y López Rega, cuando el terrorismo de Estado llegó a ser ejercido por los sicarios de las Tres A y los herederos de los degolladores de Laprida, Avellaneda y Urquiza. Recordemos. En 1975, se constituyó la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH). Ya entonces se anticipaba la ordalía de sangre. No, no era la guerra, como intentaron argumentar los ultras. Era la lucha feroz y alienada de facciones que se arrogaron ser la encarnación de la patria. En nombre de sus certezas mataron y murieron y en el camino nos salpicaron a todos con sangre y lodo. ¿Dos demonios? No sé si el diablo existe, pero si existe estoy convencido de que es uno, no dos. Y en el caso que nos ocupa su oficio es la muerte. Unos en nombre del Estado, otros en nombre del Estado que desean conquistar. Jurídicamente, parece que no es lo mismo matar en nombre del Estado que matar en nombre de la patria socialista. ¿Matar sin el aval del Estado transforma en inocente al asesino? Cuba, que financió y entrenó a los grupos armados locales, ¿es o no un Estado? ¿No se recurrió a recursos del Estado para asesinar a Rucci o a Mor Roig? Que los abogados discutan. Que arriben a las conclusiones que crean más sabias. En mi intimidad sé que la verdad circula por otros territorios. Por lo pronto, creo que hay otra mirada, la mirada de las víctimas, la mirada de los hijos, los padres o los hermanos de los muertos. Para ellos una explicación acerca de si fue el Estado o un guerrillero solitario el responsable de la muerte de sus seres queridos no mitiga su dolor ni le brinda consuelo. Mucho menos cuando cuarenta años después el Estado les niega una pensión a los familiares de los conscriptos asesinados en Formosa por guerrilleros presentados como víctimas del terrorismo de Estado. La Conadep hizo su trabajo, pero sus enemigos en ningún momento dejaron de combatirla. Sus enemigos de izquierda y de derecha. Unos dijeron que los desaparecidos no existían; otros afirmaron que no eran nueve mil sino treinta mil. Los dos mintieron de manera descarada. Unos para proteger a sus entorchados; otros para justificar los subsidios recolectados en el extranjero. Los mismos que en 1983 sabotearon a la Conadep, treinta años después descubrieron que los derechos humanos más que una causa justa podían ser un curro rentable. Y una apreciable renta electoral. Entonces se dedicaron no a compartir los sueños, sino las ganancias. Y a practicar el aventajado y complaciente deporte de cazar leones viejos y desdentados en el zoológico. Sólo un detalle faltaba para la obra maestra de la bellaquería universal: modificar el prólogo escrito por los que en 1983 se jugaron cumpliendo con su deber, mientras que sus futuros críticos teorizaban sobre los beneficios de la amnistía. Miserias de miserables. Ninguna truhanería, ningún culto a lo abyecto, ninguna farsa montada en escenarios iluminados para el solaz de una platea obsecuente, alienada y jaranera podrá desconocer ese testimonio nacido de lo profundo de nuestra historia, el testimonio que hizo posible que los hombres de buena voluntad supieran del espanto, pero también del coraje y la virtud de quienes en un tiempo insensible al dolor aprendieron a mantener en alto aquellos valores sin los cuales la condición humana carece de sentido y una nación corre el riesgo de extraviar su destino.
Mujeres y hombres valientes fueron convocados para iniciar lo que Ernesto Sábato calificó como el descenso a los infiernos. Esas mujeres y esos hombres no tenían las manos manchadas ni con sangre ni con pólvora. Eran manos limpias, firmes y fuertes; manos de gente honrada y valiente.