Gustavo J. Vittori
Por Gustavo J. Vittori
Gustavo J. Vittori
Mientras el 1º de enero de 1911 la proa del trasatlántico belga Ministre Beernaert hendía las aguas del canal de acceso rumbo al flamante puerto de Santa Fe, también se abría al mundo una puerta comercial de escala hasta entonces impensada.
Se trata del primer buque marítimo, con registro fotográfico de José Beleno y operaciones certificadas por el Club Comercial, en ingresar al nuevo puerto para cargar cereales. Fue un momento histórico, por el que los santafesinos habían bregado durante décadas, y un punto de inflexión de la actividad portuaria, que desde ese momento describiría una curva ascendente hasta llegar a la cifra récord de 1929, año en que entraron a la estación 4.284 buques de cabotaje y 426 ultramarinos, que movieron un total de 2.633.797 toneladas de cargas.
Como suele ocurrir en estos casos, hay minucias históricas que no afectan el fondo de la cuestión. Por ejemplo, hay quienes refieren, tomando como fuente una imprecisa tradición oral, que el barco belga habría sido precedido por otro, denominado Fortuna, mención que adolece de constancias documentales. Para unos, el Ministre Beernaert ingresó el 01-01-1911 -día feriado-, en tanto que otros dicen que entró al día siguiente.
Al respecto, Carlos Greco, desaparecido funcionario del puerto que durante años reunió documentación valiosa sobre el tema, escribió en papeles inéditos que me facilitó años atrás: “... el primer buque que entró fue el belga Ministre Bernaert (sic) consignado a la agencia marítima de Norman Hnos. Primeramente, atracó en Colastiné el 27 de diciembre de 1910, y tres días después, el entonces presidente de la República, Dr. Roque Sáenz Peña, firmó el decreto que libraba oficialmente al uso el Puerto de Ultramar de Santa Fe. Entre tanto, el (barco) que en Colastiné había descargado materiales para el gobierno provincial, arribó a Santa Fe el 1º de enero... siendo recibido con gran alborozo”. Y prosigue: “Al día siguiente empezó a cargar cereales de la empresa Bunge y Born, cuyo gerente era don Andrés Oser... El arribo del trasatlántico significaba que ‘la puerta de la tierra’ subsistía adaptada a las nuevas exigencias. Tan extraordinario acontecimiento fue muy celebrado, al punto que estuvieron presentes el gobernador de la provincia, don Ignacio Crespo y su ministro de Gobierno, Dr. Estanislao López, entre otros funcionarios, comerciantes y público en general”.
En pocas palabras, la crónica de Greco aporta datos poco conocidos y trasluce el clima jubiloso y esperanzado de autoridades y ciudadanos de a pie, con respecto a un futuro de crecimiento que pese a la turbulenta interferencia de la Gran Guerra europea (1914-1918), dispararía hacia la cima los indicadores socioeconómicos, educativos y culturales de Santa Fe.
Crecimiento geométrico
Tanto es así, que entre 1880 (década en la que se echan las bases de la infraestructura ferroportuaria) y 1930, la población de la ciudad creció un 900 por ciento y se mejoraron de manera notoria los niveles de alfabetismo (según los censos municipales de 1907 y 1923, los niños argentinos que concurrían a la escuela pasaron del 57,5 por ciento al 70,4 por ciento de la población, en tanto que entre los chicos extranjeros, la evolución fue del 46,8 por ciento al 66 por ciento, progresión que superó el 80 por ciento en el promedio general hacia el final de esa última década).
El puerto de ultramar, articulado con el ferrocarril, fue la palanca que accionó el “milagro”. Ya en su primer año de funcionamiento, la renta de la estación alcanzó los 282.588 pesos, de los que a la provincia le correspondieron 194.140 pesos, y el resto a la Nación, producto del arribo a los muelles de 185 ultramarinos y 1.300 embarcaciones de cabotaje que movieron en conjunto un millón de toneladas de cargas. Para 1929, como ya mencioné, el movimiento portuario se había casi triplicado.
En esas tres primeras décadas del siglo XX, cambió el perfil físico de la ciudad, pero también el volumen, la diversidad y calidad de sus actividades. La escuelas y colegios -públicos y privados, civiles y confesionales- brotaban como hongos después de la lluvia. Con sus diferencias y contrastes, sus contradicciones y conflictos, todos avanzaban en dirección a una sociedad más educada, culta, productiva y civilizada. Se construían los nuevos edificios de los poderes públicos, las sedes de importantes instituciones privadas, y numerosos bancos públicos y privados. Se instalaban gerencias regionales de las principales firmas exportadoras y se abrían hoteles para responder a la creciente demanda de habitaciones. Se levantaban usinas eléctricas, se extendía el servicio de alumbrado público y de los sistemas de transporte de pasajeros (trenes, tranvías, colectivos, barcos y lanchas). Se tendían redes de cloacas y agua potable, y ese moderno concepto de salubridad -que incluía al cementerio municipal- se complementaba con el de promoción y atención de la salud a través de la Asistencia Municipal y hospitales públicos provinciales como el Cullen y el Iturraspe; y de colectividades, como el Italiano. Bibliotecas, teatros y museos acrecían la oferta cultural; en tanto, parques, plazas y paseos ofrecían espacios para la recreación. La educación formal y el conjunto de intangibles, al anudarse con el trabajo productivo, dinamizaban la movilidad e integración sociales y promovían el ahorro y la inversión -propia y externa-, todo lo cual se hacía tangible en la acelerada transformación urbana.
Más que un nombre
Puede tomarse como símbolo augural de aquellos cambios al nombre del primer barco europeo que ingresó al nuevo puerto, y que rendía homenaje a Auguste Marie Francois Beernaert (1829-1912), jurista belga graduado en la prestigiosa Universidad de Lovaina, quien sobre esas bases formativas se había introducido en el terreno político y había desempeñado cargos ministeriales, además de llegar presidir la Cámara de Diputados de ese país.
Pero lo más importante para esta nota es que en 1909 -un año antes de la habilitación de nuestro Puerto de Ultramar-, obtuvo el Premio Nobel de la Paz de modo compartido con Paul d’Estournelles de Constant, aristócrata francés que, al igual que Beernaert, integraba el Tribunal Internacional de Arbitraje, modelado en las Conferencias de la Paz realizadas en la ciudad de La Haya en 1899 y 1907. El gran objetivo de la creación de ese organismo internacional era la resolución pacífica de las controversias internacionales, convención que la Argentina fue una de las primeras en suscribir. Con este instituto arbitral, se ponían en funcionamiento mecanismos aptos para aplacar los arrebatos nacionales que con frecuencia desembocaban en guerras costosas en vidas y bienes, y se activaba un instrumento que contribuiría a la productividad global de la economía.
Pues bien, uno de los cerebros de esa iniciativa, su promotor convencido y arquitecto jurídico, fue Beernaert; y en virtud de esos títulos, además de la distinción de la academia sueca, tuvo el honor de que un barco salido de los astilleros de su país navegara por los mares del mundo con su nombre impreso en la proa. Fue la que en el despunte de 1911 hendió las aguas del canal de acceso, con apoyo del remolcador Gobernador Freyre -construido por la firma A.F. Smulders, de la ciudad de Rotterdam- para amarrar en el Dique 1, y dar inicio a un nuevo capítulo en la historia de los intercambios comerciales de Santa Fe y su hinterland con el vasto mundo.
Por esas extraordinarias coincidencias sobre las que teorizó Carl Jung, Auguste Beernaert murió en 1912, año de creación de la Bolsa de Comercio de Santa Fe como institución especializada en el mercado de granos. También, de la inauguración de la nueva sede del Club Comercial -que la contenía-, cuyo contrato de construcción se había firmado en 1910, en consonancia con la terminación de las obras del puerto y la inminente expansión de las actividades comerciales que principiaron con el ingreso del Ministre Beernaert.
De modo que en el momento de la muerte del Nobel de la Paz, en Santa Fe alumbraban la Cámara Sindical (gremial-empresaria) Bolsa de Comercio y la Cámara Arbitral de Cereales, inspirada en similares principios, sentido y funciones que los que alentaron, a impulsos de Beernaert, la Corte Permanente de Arbitraje con sede en La Haya.