José Luis Víttori. foto: Luis Cetraro
Por Enrique Butti La soledad es el hogar del escritor. Hay otro destino que propugnan las consignas políticas y las tentaciones mercenarias, el que quiere entronizar al escritor pope que esté siempre ahí en el candelero para opinar sobre cualquier cosa con autoritaria y segura retórica; una figura desmentida sistemáticamente por la gran historia literaria universal.
José Luis Víttori. foto: Luis Cetraro
Por Enrique Butti
La soledad es el hogar del escritor. Hay otro destino que propugnan las consignas políticas y las tentaciones mercenarias, el que quiere entronizar al escritor pope que esté siempre ahí en el candelero para opinar sobre cualquier cosa con autoritaria y segura retórica; una figura desmentida sistemáticamente por la gran historia literaria universal. El santo patrono de la poesía moderna, Rainer Maria Rilke, repetía que en este oficio lo que importaba era “ir hacia sí mismo, aunque durante horas no se encuentre a nadie. Estar en soledad como lo estaba uno de niño, cuando las personas mayores iban y venían enredadas en cosas que si parecían importantes y grandes era porque esos mayores tenían un aire tan atareado y porque nada se comprendía de su conducta”.
Más allá de su obra (o mejor, precisamente a partir de la excelencia de su obra), José Luis Víttori significó para quienes lo conocimos personalmente un dechado existencial en el oficio de escritor. Comprometido en su juventud con los principios más progresistas, reconoció y aceptó con el paso del tiempo que la vocación del verdadero escritor radica en habitar sólo el país de la literatura, que no pocas veces coincide con el país de la infancia. Decía en un reportaje: “He llegado a comprender las altas y bajas del oficio, a responsabilizarme de los desabrimientos y, en resumen, he podido escribir lo mío con el tiempo necesario y sin sujeciones a intereses extraños. En cada circunstancia he contado con la lealtad y la comprensión de mi mujer, que desde el principio entendió el sacrificio de silencio que la escritura impone, aparte de haber contribuido siempre a una primera lectura inteligente de mis originales y de haber creído contra viento y marea en mi elección de la literatura. También el apoyo de nuestro hijo que, formado en otras disciplinas, fue respetuoso del tiempo de trabajo dedicado a escribir retaceado a otros halagos de presencia o de figuración”.
Ilustración de Ricardo Supisiche para “Cuentos del sol y del río”, de José Luis Víttori, fallecido el 16 de febrero.
El río fue el motivo esencial de su imaginario. Lo compartió con pintores queridos y estudiados, de quienes estuvo fraternalmente próximo en virtud de la importancia que otorgaba a lo visual (eso que ve “el ojo de la mente”, según auspiciaban los imaginistas -con el admirado Ezra Pound a la cabeza-). Ese río es el nuestro, sobre todo el que en las primeras décadas del siglo XX tuvo una actividad portuaria muy viva, y que José Luis Víttori describió con nostalgia en ficciones cargadas de un realismo no pocas veces feroz y siempre sobrecogedor. Pero es también el río mítico del corazón de las tinieblas, que surcaba con sus autores más frecuentados, Twain, Conrad y los viajeros cronistas que recorrieron la región a partir del siglo XVI, incluidos los viajeros de viajes imaginarios.
Y así, su “literatura del agua” está signada por sitios y momentos y personajes que recurren en toda su narrativa y fundan esa Tierra Paralela que la literatura americana de nuestro tiempo ha sabido conquistar, de Faulkner a Rulfo y García Márquez. La topografía de esa región vittoriana tiene localizaciones como la isla Misericordia, El Chircal o el astillero de Cetti; boliches portuarios llamados Los Apóstoles o Sea Man’s Bar; barcos y lanchones como La Matutina, El Sirgador o El Paraguayo; personajes inolvidables como Emilio Corvalán, La Paraguaya o el matón Yarará, todo en las canchas abiertas del Paraná recorridas por hombres de tiempo lento.
Sin embargo, como él mismo contaba, siendo muy joven había leído a Freud y desde que había comenzado a escribir ficción los sueños habían constituido una “instancia atendida” con vigilancia. No es casual que para uno de sus últimos cuentos publicados (“La hormiga”) eligiese como epígrafe esa sentencia de Sherwood Anderson que reza: “Nosotros los literatos, sabemos, debemos saber, porque es el principio del conocimiento de nuestra profesión, que lo irreal es más real que lo real, que no hay nada más real que lo irreal”. Y lo real de lo irreal -y viceversa- que estuvo siempre presente en el interés ensayístico de José Luis Víttori, también está en el realismo crudo de su primera narrativa, que abunda en rupturas de la linealidad temporal, en variaciones del punto de vista y en descripciones de sueños. De manera que quienes seguimos su producción a través de los años no nos asombramos ante la irrupción de lo netamente fantástico en ese libro clave de su bibliografía, El tiempo y los sueños (1998). Y es uno de esos memorables relatos que quizá sea oportuno recordar en estos tristes días, porque nos habla de otra dimensión más firme y plácida, apelando a Sabiduría, el libro más reciente del Antiguo Testamento, al pasaje que empieza diciendo: “El tiempo de nuestra vida es una sombra fugaz...”.
El relato se titula “El sello” y está situado en un futuro cercano, en el cual se ofrecen accesibles vueltas al mundo en ochenta días. Una pareja mayor decide largarse a viajar sin limitaciones. El narrador, que es el hombre de esta pareja, recuerda su estable vida del pasado, un pasado armonioso que sin embargo había empezado a resquebrajarse en mezquinas complicaciones -negligencia, injusticias, resentimientos que terminaron por imponer “la irritación, la descortesía, el fraude, el robo”-. De manera que el narrador y su mujer deciden vender, donar, renunciar a toda pertenencia y abordan el primer avión del largo viaje. Después de recorrer muchos lugares de Oriente y Occidente llegan a Los Ángeles y visitan los estudios de la Universal. En la entrada les sellan un pase y comienzan a recorrer los sets y escenografías de grandes producciones cinematográficas (se citan a Sunset Blvd., de Billy Wilder; a Pimpollos rotos, de Griffith; a La diligencia, de John Ford, y también las trincheras de Sin novedad en el frente y la antigua Jerusalén de ¿Quo vadis?). El guía los deja solos, y la pareja sigue recorriendo paisajes cambiantes hasta llegar a un lugar que les resulta familiar. La mujer descubre: “Oh, la avenida costanera que nos lleva de vuelta a casa...”.
Ilustración de Enrique Estrada Bello para “Narraciones y poemas”, de José Luis Víttori.
Y ahora el magnífico final:
“La ilusión era perfecta, como corresponde a una fábrica de sueños.
“—¿No es aquélla la señora Lintas?
“Me sobresalto al reconocerla, es absurdo.
“—Y aquel hombre del saludo ceremonioso, en el porche, ¿no es el señor Mantovani?
“Pero no, no. El sitio que yo recordaba era la Calzada de los Muertos, de Teotihuacán, y esos dos también estaban muertos desde hacía mucho tiempo, como la arcaica ciudadela de piedra... (¿como ahora nosotros?).
“—¡Oh!, pero vea, Juan Luis, allá está nuestra casa, esperándonos. ¿Sabrán todos que hemos vuelto?
“En una señal precursora del regreso, se oyen los alegres ladridos de los perros. Din y Don vienen al encuentro, gimiendo y saltando por los verdes canteros centrales”.
Sombras fugaces todos, podemos ya soñarnos en esa región del río inmóvil, en ese tiempo suspendido que sólo han sabido intuir los grandes artistas. En la literatura allí estamos, como quizás en el futuro estaremos, en el reencuentro.
Obra de Juan Grela.