por Rogelio Alaniz
Por Rogelio Alaniz
por Rogelio Alaniz
El martes 10 de enero de 1978 el empresario y político nicaragüense Pedro Joaquín Chamorro Cardenal salió en auto desde su casa ubicada en el barrio Las Palmas de la ciudad de Managua. Se estima que se despidió de su familia alrededor de las ocho de la mañana. Manejaba un vehículo marca Saab comprado en diciembre de 1977. Iba sin escoltas o guardaespaldas, una recomendación en la que sus amigos habían insistido atendiendo las crecientes amenazas que recibía. Chamorro se dirigía a la sede editorial del diario La Prensa, ubicada en el kilómetro cuatro de la Carretera Norte. Era su recorrido habitual de todas las mañanas desde que el diario se trasladara a ese lugar luego del terremoto de diciembre de 1972 que prácticamente destruyó la ciudad de Managua. Una doble destrucción, diría luego en una de las columnas de su diario, ya que a los estragos de la naturaleza se sumaron los estragos cometidos por Anastasio Somoza Debayle, alias “Tachito”, el hijo menor de Tacho, apodo del dictador Anastasio Somoza García, ajusticiado en septiembre de 1956 en la ciudad de León por el poeta y estudiante Rigoberto López Pérez. El diario La Prensa, uno de los escasos vespertinos de América Latina, era la pasión de Chamorro. Había sido fundado en 1926 por Gabry Rivas, pero a mediados de la década del treinta lo compró Pedro Chamorro Zelaya, un político y empresario de Granada, padre de Pedro Joaquín y casado con Margarita Cardenal Argüello, uno de los apellidos más distinguidos de la región. Pedro Joaquín hijo, nacido en Granada en 1924, se hizo cargo de la dirección del diario en 1948 y lo transformó en el proyecto gráfico más moderno de Nicaragua, además de un crítico sistemático del régimen somocista. Que esa apacible mañana de martes, de enero de 1978, Chamorro viajara sin seguridad no era extraño. Él sabía que Somoza no vacilaba en liquidar a sus opositores, pero pensaba que siempre respetaría a un Chamorro, por la gravitación social y política de esa familia integrante de las élites tradicionales y vinculada por lazos económicos, culturales y familiares con el más tradicional y rancio patriciado nicaragüense. Un arribista inescrupuloso como Somoza nunca respetó la vida y las propiedades de sus opositores, pero su límite era ese patriciado al que siempre ambicionó pertenecer, al punto que su casamiento con Salvadora Debayle -la exquisita “Salvadorita” ponderada en un poema de Rubén Darío- la mujer cuyo apellido era un pasaporte no sólo al patriciado “nica”, sino a las clases altas de Europa y los EE.UU. No, ni “Tacho” ni “Tachito” Somoza se iban a animar a hacer algo contra Pedro Joaquín. Tacho, su padre, en algún momento se animó a detenerlo; y sus sicarios, a repartirle algunos coscorrones en ocasión de algunas aventuras armadas promovidas por los conservadores “nicas”. En esas ocasiones, los prisioneros fueron ejecutados, menos Chamorro. No sólo la prevención de clase ataba a Somoza para ajustar cuentas con su principal opositor. Al respecto, conviene saber que la brutalidad del régimen no excluía en este caso la astucia. Chamorro vivo y con su diario criticando al régimen era la principal prueba de la que se valía Somoza para explicar en los EE.UU. o ante cualquier organismo internacional que en su país había auténticas libertades. Por cierto, se trataba de una ironía, ya que ese territorio era considerado una brutal dictadura bananera, cuya consigna central no dejaba lugar a duda respecto de sus intenciones: “Plata para los amigos, palos para los indiferentes, plomo para los enemigos”. Chamorro, claro está, no era ni amigo ni indiferente, pero... era Chamorro. El diario La Prensa nunca dejó de denunciar al somocismo, pero esas denuncias incluían a los obsequiosos partidos opositores, siempre predispuestos a capitular con el somocismo a cambio de migajas políticas o económicas. Por origen familiar, y seguramente por decisión política, Chamorro fue conservador y nunca renunció a esa identidad política. Enfrentado a los liberales -entre otras cosas porque en Nicaragua el principal titular del liberalismo era Somoza-, nunca vaciló en impugnar a sus correligionarios conservadores complacientes con el régimen. Hay que decir que los Somoza, además de brutales y astutos, disponían de una singular habilidad política para maniobrar con los partidos opositores. Su método era simple pero efectivo: recurrían a la clásica práctica del palo y la zanahoria, zanahoria que muchos opositores estaban dispuestos a morder. El problema es que en los últimos años, los Somoza concentraban cada vez más poder económico, avasallando a menudo los derechos de la débil y complaciente burguesía “nica” no somocista. El terremoto, con su tragedia en vidas y destrucción de recursos, fue uno de los momentos en que esta burguesía advirtió que, en temas de apropiación de recursos, el somocismo era tan incorregible como voraz. Se sabe que como consecuencia del terremoto llegaron a Nicaragua millones de dólares solidarios con las víctimas. Esos dineros fueron aplicados apenas a lo imprescindible, y no repartió un córdoba con sus desolados socios. Para enero de 1978, ya era un hecho político notorio que a la principal oposición contra el somocismo la integraban los jóvenes rebeldes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), una coalición de organizaciones armadas fundada en su momento por Carlos Fonseca Amador, un guerrillero muerto por la Guardia Nacional unos años antes. Pedro Joaquín tenía sus lógicas prevenciones contra el sandinismo. Anticomunista convencido, no desconocía la identidad marxista de sus principales dirigentes y de sus relaciones con Cuba, la otra dictadura del Caribe. Sin embargo, Chamorro suponía que con el sandinismo era posible arribar a un entendimiento. Sus principales líderes eran también hijos de las familias acomodadas de Nicaragua, algunos de ellos sobrinos de él mismo. Los “muchachos”, como ya se les decía a los sandinistas, eran algo alocados pero valientes y, además -suponía Pedro Joaquín-, eran los únicos que efectivamente se enfrentaban al somocismo sin claudicaciones. Sí, un acuerdo con el sandinismo era posible a la hora de terminar con la dictadura. El propio sandinismo había dado señales de apertura y, en definitiva, después de la caída de Somoza, ya se vería cómo se podía controlar a los sandinistas más entusiasmados con el comunismo. A Chamorro, no se le escapaba que cualquier salida política en Nicaragua lo necesitaba a él como figura central. Su gravitación social y política era decisiva, pero también era decisivo el apoyo brindado por los sectores liberales de los Estados Unidos de Norteamérica y de América Latina. Chamorro era por lo tanto la salida democrática -o burguesa dirían los marxistas- al somocismo y a ese dato de la realidad ni el propio “Tachito” lo podía desconocer. Mientras el auto recorría la carretera, es probable que Chamorro no haya tenido presente aquella editorial del diario del 20 de diciembre, en la que criticaba con dureza a Plasmaferisis de Nicaragua SA, un emprendimiento dirigido por el señor Pedro Ramos, cubano en el exilio, íntimo amigo de Anastasio Somoza Portacarrero, el hijo de “Tachito”, un tiburoncito de dientes afilados y cebado en la sangre. La sangre era, precisamente, el negocio de Plasmaferisis. Efectivamente, el negocio consistía en comprar sangre a la pobre gente, sangre que luego de ser procesada era vendida en los Estados Unidos. “Negocios de vampiros”, había calificado Chamorro en su editorial al emprendimiento, sin sospechar que con esas palabras estaba firmando su condena de muerte. En la esquina de la avenida Bolívar y calle El Trébol, el auto de Chamorro fue embestido por un auto viejo. No fue un choque violento, al punto que Chamorro descendió, convencido de que se trataba de la torpeza de un conductor. Fue en ese momento cuando advirtió que de allí bajaba un hombre que cubría su cabeza con una toalla. Los reflejos de Chamorro funcionaron en el acto. Retrocedió y trató de subir al auto. Tarde. Los disparos dieron en el blanco. Fueron varias perdigonadas. Chamorro alcanzó a poner primera y dirigir el auto hacia el vehículo que lo chocó; cuando su Saab se estrelló contra el auto de los asesinos ya hacía unos segundos que estaba muerto. (Continuará)
Los reflejos de Chamorro funcionaron en el acto. Retrocedió y trató de subir al auto. Tarde. Los disparos dieron en el blanco.