Por Rogelio Alaniz
Por Rogelio Alaniz La muerte de Pedro Joaquín Chamorro fue la peor noticia que recibió Anastasio Somoza y para muchos expresó el anticipo de su futuro derrocamiento, hecho que efectivamente se produjo un año y medio después. El dictador había demostrado que a la hora de matar no le hacía asco a nada, pero con Chamorro era otra cosa. Despótico y criminal, Somoza era al mismo tiempo un político astuto y manipulador que conocía muy bien las debilidades de un país al cual su padre nunca vaciló en calificar como su propia estancia. No es que con Chamorro tuviera un particular afecto porque de niño habían estudiado en el mismo colegio, sino porque sabía que su principal opositor político era más importante vivo que muerto. Se trataba del director del diario La Prensa, históricamente el más prestigiado de Nicaragua. Pero se trataba también de un exponente del más tradicional patriciado nicaragüense, un hombre relacionado con las familias distinguidas del país con las cuales Somoza trataba de no tener problemas. Por otra parte, Tachito no ignoraba que Pedro Joaquín, para 1978, era el hombre preferido por el gobierno de EE.UU., preferencia que a Somoza lo fastidiaba, aunque sin dejar de reconocer, entre otras cosas por experiencia de la dinastía Somoza, que la estabilidad de su poder dependía de las buenas relaciones con los yanquis. Por último, matar a Chamorro significaba matar su relación, ya para entones complicada, con la denominada burguesía no somocista, relación fracturada desde los tiempos del terremoto que destruyó a Managua. Chamorro fue asesinado alrededor de las ocho y media de la mañana de ese martes 10 de enero de 1978. Antes de mediodía la noticia no sólo estaba en la calle, sino que ya era conocida en Washington y Caracas, el otro centro de oposición al somocismo, liderado en este caso por el presidente Andrés Pérez. La tapa de La Prensa de esa tarde era más que elocuente: “La sangre de Chamorro salpica a toda Nicaragua”. El editorialista Pablo Antonio Cuadra escribió ese día que con esa muerte “los Somoza acababan de firmar su certificado político de defunción”. El medio hermano de Somoza fue el primero en enterarse de la noticia y lo convocó al hijo del dictador, Anastasio Somoza Portocarrero. Según testimonios posteriores, la noticia en el cuartel del poder cayó como una bomba. La principal preocupación del hijo de Somoza era darle la noticia al padre, que se estaba recuperando de un infarto. La primera reacción del dictador fue el estupor. “Esto que acaba de ocurrir es espantoso -dicen que dijo-. Vamos a tener otro bogotazo en Managua”. Cuando su mujer le preguntó qué estaba pasando, le respondió sin vacilar: “Algún imbécil mató a Pedro Joaquín”. Las peores premoniciones de Somoza se cumplieron. Esa misma tarde las multitudes estaban en la calle insultando a los Somoza. El velorio se inició apenas llegó la viuda, que en esos días estaba en Miami. “Hijo, te mataron”, dijo su anciana madre, Margarita Cardenal Argüello Todas las miradas y todas las imputaciones apuntaron a los Somoza. Tachito, por su parte, estaba que bramaba y pedía a gritos que le trajeran las cabezas de los asesinos. Un niño bien de aquellos años comentó en una reunión social: “Se cansó de matar gente, pero ahora está indignado porque lo acusan del único crimen del cual no tiene nada que ver”. ¿Fue tan así? ¿Efectivamente Somoza y los Somoza eran inocentes de esta muerte? Y si no fueron ellos, ¿quién ordenó matar a Chamorro? Cuarenta años después de los hechos no hay una respuesta definitiva sobre lo sucedido. Los responsables materiales fueron detenidos en tiempos de Somoza y condenados a treinta años de prisión. La mayoría de ellos recuperó la libertad durante la presidencia de Violeta Chamorro por buena conducta o por una amnistía que se dictó en esos años y que paradójicamente incluyó a los asesinos del esposo de la presidente. El operativo criminal fue organizado por Silvio Peña Rivas, quien contó con la colaboración de Domingo Acevedo Chavarría, Juan Ramón Acevedo, Harold Cedeño y Silvio José Vega Zuñiga. Se trataba de escoria social reclutada en las orillas que se trazan entre el hampa y los servicios de inteligencia. De los cinco participantes del operativo, sólo uno sabía que la víctima elegida era Pedro Joaquín Chamorro. Los otros se habían sumado al emprendimiento por un puñado de billetes. La orden de no decirles el nombre de la víctima se estableció después de que un operativo se frustró al enterarse los sicarios del nombre y apellido de la persona que debían ejecutar. Todo salió más o menos de acuerdo con lo planificado, pero el acto compulsivo de Chamorro, herido de muerte, que lo llevó a chocar con su auto a uno de los vehículos del operativo, obligó a los criminales a escapar dejándolo en el lugar del hecho. Con ese testimonio no necesitaron mucho trabajo los sabuesos para dar con los autores. Efectivamente, una semana después estaban todos presos, pero el nombre del responsable intelectual no salía a la luz. Mientras tanto, la procesión fúnebre convocó a multitudes. Un conocido empresario nicaragüense dijo en la ocasión: “Con el terremoto, Somoza empezó a robarnos descaradamente, pero ahora con Chamorro comenzó a matarnos”. Para los historiadores, éste fue el momento en que la burguesía rica decidió pasarse a la oposición y apoyar con todo tipo de recursos a los sandinistas que peleaban en la montaña, los simpáticos “muchachos”, muchos de los cuales eran sus hijos y sus sobrinos, dando pie a ese singular pacto de sangre que se estableció entre guerrilleros y burgueses y que funcionó con cierta armonía hasta la caída de la dictadura. En el cementerio, la familia Chamorro hizo trizas las coronas de flores enviadas por la familia Somoza. Los manifestantes mientras tanto procedían a prender fuego a la empresa Plasmaferisis, el laboratorio de propiedad del cubano residente en Miami, Pedro Ramos Quiroz. Pronto el nombre de este cubano se identificó con el autor intelectual del crimen. Chamorro desde hacía unas semanas venía escribiendo editoriales criticando con duras palabras el negocio de comprar sangre a los necesitados para venderla como plasma al extranjero. Las notas tenían un título sugestivo: “Crónicas de vampiros” Allí no sólo se denunciaba a Ramos, sino también a Somoza como socio del cubano. Chamorro al respecto no se privaba de nada. Una de esas notas se inicia con la siguiente frase: “Somoza no sólo que derramó la sangre de su pueblo, sino que además la vendió al extranjero”. Desde Miami, Pedro Ramos declaró ser inocente y calificó a su acusación como un cuento de las mil y una noches. Sin embargo, Silvio Peña Rivas confesó que la plata para cometer el crimen se la dio él en una reunión en la que estaban presentes el empresario Fausto Zelaya y el señor Cornelio Hueck. Ya en el exilio, el propio Somoza dice en su libro Nicaragua traicionada, que el responsable de la muerte de Chamorro fue Pedro Ramos. Por supuesto, padre ejemplar, el hombre no dice una palabra del hijo, socio de Ramos y cebado en la impunidad. Es más, se dice que Somoza detiene la investigación cuando se entera que detrás del crimen también está su propio hijo. De todos modos, alrededor de este crimen siempre quedaron algunas dudas sin revelarse. Por otro lado, los somocistas en el exilio no vacilaron en acusar a los sandinistas de esta muerte, perpetrada con el objetivo de eliminar la posible salida burguesa de la dictadura y, de paso, responsabilizar a Somoza. La versión más probable es la que imputa a Pedro Ramos Quiroz, asociado con “el Chigüin” y otros empresarios afectados por las denuncias de Chamorro. Según se supo, el plan pretendía presentar esta muerte como una discusión entre dos automovilistas que chocaban en la carretera. Nada de eso se cumplió: Pedro Joaquín fue fusilado por Domingo Acevedo Chavarría y Harold Cedeño. Chavarría murió en 2003 en su casa de Chinandega. Tenía 81 años y estuvo lúcido hasta pocos minutos antes de su muerte. Los cronistas dicen que una de sus últimas palabras fueron: “Me siento complacido de haber matado a Chamorro”.