Encuentro

Natalia Pandolfo
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Alguien alguna vez imaginó un encuentro en el que estuvieran presentes todas las personas que habían pasado por su vida. Desde el obstetra que tomó su cuerpo con las manos por vez primera hasta el último de sus amores. Desde la panadera de siempre hasta la vecina del departamento de enfrente que apenas deja ver sus ojos. Desde la madre de la cual viene hasta el hijo en el que se proyecta.

Estaría en esa reunión la señorita de primer grado y alguien entonces podría preguntarle, con la espalda erguida y el aplomo que aportan los años, por qué lo hizo. Por qué miró esa carátula del primer cuaderno llena de dibujitos -quizá recargada, es cierto, pero ¿quién es quién para medir el entusiasmo?- con una mueca y dijo la palabra mamarracho. Dijo mamarracho, con la impunidad que brinda el hecho de tener el doble de altura que el otro. Le preguntaría, ahora que están a la par, ahora que están en reales condiciones de formular y responder preguntas, ahora que las miradas pueden sostenerse, por qué le tiró esa palabra tan pesada como una patada en el estómago.

Alguien le preguntaría a aquella mujer de velo gris, ahora que la adulta está en condiciones de redimir a la niña, por qué traicionó la confianza. Por qué abusó de la pureza, se sentó, prestó la oreja, compuso la expresión de una amiga afectuosa y luego fue como una tromba y tiró por la ventana todos sus secretos, y los desparramó con total desparpajo, a la vista de todos, ante el espanto de ese par de ojos chiquitos y enrojecidos.

Le preguntaría por qué se la agarró con una criatura: ahora, que alguien ya va entendiendo algo, le preguntaría por qué no se las tomó con un par. Se sentarían a una mesa con un vino de por medio y entonces una de ellas tendría la oportunidad de darse cuenta de que lo que hizo se llama abuso de poder.

Alguien le agradecería al profesor de la facultad que tomó las inquietudes como una materia prima y las moldeó con la paciencia de un artesano. Le preguntaría a la profesora de historia de la secundaria por qué iba todas las semanas con una fotocopia de cuatro párrafos, con las cuatro tristes preguntas para responder: si acaso hubiera sabido ella cuál era su verdadera vocación, la habría eximido de soportar esa subestimación semanal de su inteligencia.

Le daría las gracias al profesor que devolvía las hojas y hacía rehacer el trabajo si encontraba, ¡infamia!, un error de ortografía. Les preguntaría a los adultos que se burlaban si no les alcanzaban las agallas para tomárselas con alguien de su edad. Sentaría al dentista en su temible sillón y le cuestionaría si acaso le costaba mucho tomar esa pequeña mano y decirle que no tuviera miedo, en vez de dejarla temblando mientras hablaba por teléfono en sesiones interminables con fondo de boca abierta.

Alguien besaría la frente de los maestros que se pusieron a la altura. Comería en la mesa de los que apostaron al respeto, y les preguntaría a los otros, a los que sacaron rédito de su ventaja si ahora, que el camino ya tiene perspectiva, no les da por bajar la mirada.