Natalia Pandolfo
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Las siete de la tarde y ya es noche cerrada. El cielo se llenó de memoria y una lluvia indecisa trae, por momentos, escenas de ese día cómo ráfagas.
El suroeste negro, plomizo, oprime.
Ellos están ahí, bajo paraguas y banderas. Piden justicia, otra vez. Piden cárcel ya a los inundadores, otra vez. El diccionario subraya con rojo la palabra inundador: aquí sabemos que sí existe.
Una señora lanza un grito ahogado: “Me hizo perder mi casa, hijo de puta”. Su hija la acompaña, el brazo rodeando a la vieja, la bronca en la mirada fiera.
Nombran a los que lucharon y partieron. Se reconocen, se encuentran, se dignifican en una pelea que lleva doce años y ninguna flor. Se paran frente a la impunidad con la firmeza de un roble. Exigen que alguien se haga cargo del dolor. Insisten en alumbrar un tiempo distinto, en que la Justicia haga honor a su nombre. Vuelven a esa Plaza una y otra vez, infatigables.
El 29 de abril no figura ni siquiera en las efemérides escolares. Alguna cartelera tendrá un perrito y un feliz día. Algún docente comprometido, quizá, hará la suya y le contará la historia a un grupo entre miles. El Estado, su enorme aparato disciplinador y formador de conciencias, no dice una sola palabra.
O dice: señores, aquí no ha pasado nada.
En la Plaza, en el escenario de siempre, con la oscuridad de siempre -las luces apagadas siguen diciendo tanto- los de siempre alzarán la voz. Exigirán justicia, dirán -increíblemente hace falta repetirlo tantas veces- que los que asoman sus rostros hoy en los afiches son aquellos mismos que entonces trajeron en sus manos la muerte.
La música mezcla causas y sensaciones de injusticias varias. “Bajen las armas, que aquí sólo hay pibes comiendo”, pide León desde el parlante, y dos chicos jóvenes bailan. Una estatua viviente cuelga un cartel: “Nos siguen inundando”. Desfilan los nombres de candidatos como un tren fantasma, como una pesadilla, como reafirmando aquello de que la historia se repite primero como tragedia y luego como farsa.
Un señor llora. Cuenta fragmentos de esos días oscuros como quien narra una pesadilla que acaba de estremecerlo. Otra señora dice que sus hijos tuvieron agua hasta el cogote, y que ella no se olvida. Dos vagos recuerdan la odisea en canoa, los muertos, los tiros. Hablan de lo peor. Un mate circula entre ellos, como si se empecinara en hilvanar las historias.
Los números hablan: 130 mil inundados, 158 víctimas fatales, 23 reconocidas oficialmente, tres imputados, ningún condenado.
Las cruces blancas apostadas en el medio de la plaza, como soldados heroicos que esperan una medalla, un reconocimiento, una palabra. Los edificios del gobierno y de la justicia, imponentes y de la mano. La impunidad como una nube negra que todo lo cubre, como ese cielo. Ellos, firmes, conscientes de que las luchas son largas y de que hay que darlas hasta el final. Chicos que dan vueltas y preguntan cosas que la escuela no les contó. Dos que se abrazan y se dan ánimos. Seres empapados que no logran secar sus heridas.