Hallazgo. El cuerpo de Moro aparece en el baúl de un auto en el centro de Roma. Foto: Archivo
Por Rogelio Alaniz
Hallazgo. El cuerpo de Moro aparece en el baúl de un auto en el centro de Roma. Foto: Archivo
Rogelio Alaniz
El 16 de marzo de 1978, Aldo Moro salió de su casa alrededor de las ocho y media de la mañana. Según lo previsto, asistiría a la sesión de investidura de Giulio Andreotti. Moro viajaba en un Fiat conducido por su chofer. Sus cinco escoltas iban en un Alfa Romeo; todos armados hasta los dientes, porque en las últimas semanas habían crecido los rumores de atentados contra el dirigente demócrata cristiano más prestigiado de Italia, prestigiado por su talento y su conducta. Detalle a tener en cuenta: unos días antes, un jefe policial se había hecho presente en la casa de Moro para informarle que su vida no corría peligro.
En la esquina de Vía Mario Fani y Stressa, los autos fueron interceptados por unos operarios con uniforme de la empresa de aviones Alitalia. Los supuestos trabajadores pertenecían a las Brigadas Rojas y su objetivo era secuestrar a Moro. El operativo duró tres minutos. Moro fue trasladado del auto oficial a otro auto conducido por los terroristas. Su destino será una “cárcel del pueblo” donde estará detenido cincuenta y cinco días, hasta el 9 de mayo. Ese día, los policías encontraron su cadáver en el baúl de un Renault.
Los terroristas dejaron al muerto en la Vía Caetani, entre los locales partidarios de la Democracia Cristiana (DC) y el Partido Comunista (PC). Nada quedó librado a la casualidad: Aldo Moro, junto con el dirigente comunista Enrico Berlinguer, era el forjador del llamado “compromiso histórico”, un diseño institucional y político que incorporaba a la izquierda al esquema de poder controlado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial por la Democracia Cristiana.
Pero regresemos a la esquina de Fani y Stressa, el lugar donde se perpetró el secuestro en apenas tres minutos. Es importante esa esquina, porque allí está la clave de algunos interrogantes que treinta y ocho años después continúan sin respuesta. Los “operarios” de Alitalia en principio eran diez. No se anduvieron con chiquitas. Sin decir agua va, apuntaron contra los cinco escoltas y los mataron a todos. En menos de tres minutos, dispararon alrededor de noventa balazos. Nadie contó el cuento. Nadie, salvo Aldo Moro, claro está.
A los investigadores, les llamará la atención la saña y la eficacia militar de los brigadistas. Después se supo que uno de ellos había disparado cincuenta de los noventa disparos. ¿Quién era esa variante italiana de Rambo? Nunca se sabrá. La única certeza es que las Brigadas Rojas no disponían de hombres con esa eficacia militar. También se habló de dos tipos montados en una moto Honda que ninguno de los terroristas detenidos reconocerá a la hora de los interrogatorios.
Testigos ocasionales declararon que las voces de algunos de los integrantes del comando no eran italianas. Pero no concluyen allí las curiosidades. Un vecino filmó la balacera desde el balcón de su departamento. Después entregó las copias a un juez. Nunca más se supo de esas copias. ¡Oh casualidad! El juez era de la Logia P2 liderada por Licio Gelli, íntimo amigo de Perón y enemigo jurado de Moro. ¡Venerable Licio Gelli! El mismo que en su sede del hotel Excelsior declarará con relación al secuestro del líder democristiano: “La parte más difícil ya está hecha”.
¿Qué se pretendía ocultar en la esquina de Vía Fani? Pruebas, testimonios. Según se supo, en las inmediaciones de la zona paseaba un reconocido agente del Servicio Secreto. Interrogado, declaró muy suelto de cuerpo que iba a almorzar a la casa de un amigo. ¡A almorzar a las nueve de la mañana! Innecesario decir que la policía llegó tarde y los curiosos se pasearon por el lugar del hecho como si fueran turistas disfrutando del paisaje.
Justo a esa hora, se produjo una caída del sistema telefónico. Un móvil policial estacionado a una cuadra del operativo no intervino. Los policías dijeron luego que ellos estaban destinados a otra tarea. Mirar para otro lado, borrar pruebas, llegar tarde y no resolver nada es una lección que los servicios de inteligencia argentinos aprendieron a practicar al pie de la letra. Cualquier duda, consultar el “caso Nisman”.
Que las Brigadas Rojas estaban infiltradas por los servicios de inteligencia parece ser una verdad que los propios militantes de esa organización admitieron. No será la primera ni la última vez que una organización terrorista de ultraizquierda es infiltrada y sus operativos son o resultan funcionales a los objetivos de cierta derecha.
La hipótesis de la infiltración nunca pudo probarse, pero ciertas casualidades no dejan de ser sugestivas, muy sugestivas. Es muy probable que la decisión de Moro de acordar con los comunistas haya sido la causa de su pena de muerte. Tiempo después, su esposa, Eleanora Chiavarelli, recordará un comentario de su marido luego de una reunión que había mantenido con Henry Kissinger, y en la que éste le dijo que dejara de cortejar a los comunistas porque de no hacerlo lo pagaría muy caro. ¿Casualidad? Puede ser.
Cuesta creer que un dirigente como Kissinger amenazara como un jefe mafioso, cuando podía obtener los mismos resultados sin necesidad de abrir la boca. Pero en estos temas nunca se sabe. De todos modos, lo seguro, es que Aldo Moro para 1978 tenía enemigos más poderosos que las Brigadas Rojas. El llamado “Compromiso histórico” fue una iniciativa sabia de Moro, pero le ganó enemigos a derecha e izquierda. Sabemos que a la embajada de los EE.UU. en Italia, y a la CIA, el acuerdo les parecía escandaloso. Sensación parecida vivían los perversos y retorcidos funcionarios soviéticos, leales al acuerdo de Yalta y fastidiados con un Partido Comunista italiano demasiado autónomo para su gusto. En la Democracia Cristiana, el principal opositor fue Giulio Andreotti, el sinuoso operador de una derecha que sumaba a los intereses clericales el aporte de la mafia y el consenso de amplios intereses tradicionales.
La hipótesis más realista es que efectivamente a Moro lo asesinaron los brigadistas, pero quienes debían proteger su vida no hicieron nada para salvarlo. Dicho con otras palabras, para ciertos intereses del poder, Moro, al momento de ser secuestrado, era más importante muerto que vivo. Los propios militantes de la Brigadas Rojas así lo admitieron.
Apenas el operativo se llevó a cabo, la noticia ganó las pantallas y los titulares de los diarios de todo el mundo. Moro, dos veces primer ministro y una vez canciller, era demasiado importante como para que el hecho pasara desapercibido. Las intrigas de los servicios de inteligencia no impidieron que el aparato del Estado se movilizara para dar con él. En menos de dos meses, se realizaron cuarenta mil allanamientos y setenta mil controles con la participación de alrededor de treinta y cinco mil policías y militares. La amplitud de la movilización policial no sólo no impidió la muerte de Moro, sino que ni siquiera se logró dar con el lugar donde estaba detenido.
El operativo fue amplio, pero demasiado ruidoso. Las sirenas policiales, los despliegues en helicópteros y aviones, anticipaban con demasiado tiempo sus intenciones. Los jefes del Servicio Secreto y los funcionarios del Ministerio del Interior, en su gran mayoría miembros de la logia de Gelli, nunca pudieron explicar por qué no allanaron la casa del jefe del operativo brigadista, Mario Moretti. Después se supo que una vecina del edificio horizontal denunció a la policía que en el departamento interno había “movimientos raros”. La respuesta fue muy sugestiva: allanaron todos los departamentos, menos el número 11, casualmente donde vivía Moretti.
También se supo que muchos de esos pisos eran propiedad de una sociedad anónima integrada por miembros de la Logia. Pero claro, eso se supo después. En todos los casos, las fuerzas de seguridad siempre se las ingeniaron para no ir al lugar donde estaba Moro. Las “casualidades” se sumaban. Un operativo policial dirigido a ese lugar se suspendió unos minutos antes de llegar. Un agente de los servicios vivía al frente del domicilio de Moretti. El señor había nacido en el mismo pueblo del brigadista, pero sin embargo nunca dijo nada. Por disidencias internas, un padrino de la mafia calabresa informó a los jefes policiales del lugar exacto donde estaba Moro. No le llevaron el apunte.
(Continuará)
Los jefes del Servicio Secreto y los funcionarios del Ministerio del Interior, en su gran mayoría miembros de la logia de Gelli, nunca pudieron explicar por qué no allanaron la casa del jefe del operativo brigadista.