De ninguna manera. Bajo ningún concepto. El sólo hecho de pensar en escenas placenteras -del tipo un pastito un piletín un agua- arruinadas por un can histérico saltando al lado en procura de atención, lograba hacer estallar en pedazos mi frágil armonía.
NATALIA PANDOLFO
De ninguna manera. Bajo ningún concepto. El sólo hecho de pensar en escenas placenteras -del tipo un pastito un piletín un agua- arruinadas por un can histérico saltando al lado en procura de atención, lograba hacer estallar en pedazos mi frágil armonía.
De ninguna manera. No, no y no, rotunda y furiosamente, hasta el mismísimo final de los tiempos. Un enorme cartel de no pasarán protegía mi aura. No iba a rifar mi tranquilidad, ese cierto orden que adquieren las cosas y en el que nadamos tranquilos mientras no hay tormentas. No.
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La historia, como todas las historias, venía desde hacía tiempo. Desde el principio: cuando era chiquita y la mamá la mandaba a hacer mandados sola -en la época en que las mamás mandaban a sus niñas a hacer los mandados solas- ver un perro la paralizaba. Para colmo alguien le había dicho que los animales olfateaban el miedo: desde entonces, ella sudaba el doble. Si la silueta de un can asomaba en el horizonte, pegaba la vuelta manzana. No se dejaba seducir por un gesto inofensivo. Si acaso en el recorrido aparecía otro, estiraba la salida un par de cuadras más. Era agotador y estresante, pero no tenía remedio.
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Los chicos -esos seres que aparecen en la vida de uno con el mero fin de quebrar el espinazo de las estructuras- fueron los culpables. Días enteros de ruegos, plegarias, compromisos inverosímiles. Promesas de lo más tentadoras. Súplicas de rodillas con lágrimas de verdad. Y el resto del mundo, ese coro que agita las banderas de la culpa con maestría: cómo no les vas a dar una mascota. Les hace bien, los ayuda a crecer, les genera un vínculo hermoso. Vas a ver. Yo no quería ver nada: no necesitaba un perro, y los chicos podrían sobrevivir sin él -yo había sobrevivido sin tantas otras cosas.
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La reacción era visceral, imposible de controlar. Algunas veces lo había intentado: pasar por al lado como quien no quiere la cosa, con actitud superada, vista al frente. El perro, indefectiblemente, la seguía. A los tres pasos ella percibía el ruido de sus patas y la compostura comenzaba a derretirse y terminaba yéndose por la alcantarilla. Entonces empezaba a caminar más rápido: el cretino movía la cola y apuraba el paso. Finalmente, perdidos por completo los estribos de la situación, corría. Llegaba a destino con el corazón desbocado -y un perro pretendidamente amigo esperándola en la puerta.
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Un día, finalmente, él entró a casa. Será que las olas de la culpa horadaron el muelle. Será que fue un día de esos en que uno dice por qué no. No sé bien cómo, la cuestión es que entró. Para los chicos fue un shock: podía verlos, si hasta parecía que ese día iba a quedar escrito con rojo en las paredes de la casa como el más feliz de sus vidas. Lo bañaban, le daban de comer en la boca, corrían por el patio. Él era cachorro y me relojeaba de lejos.
A la semana, una mañana nublada, salí al patio. Mi mirada barrió la escena con espanto. Era un cuadro de posguerra: todo destrozado, desde las plantitas más vulgares hasta las orquídeas. Un terreno devastado. Me miró, lo miré. Respiré hondo, ahogué el grito. Por el patio flotaban también medias y trapos rotos. Una frase que escuché en House of Cards me asaltó de prepo: “No culpes a la serpiente por tener colmillos”. Lloré un poco, inhalé y exhalé varias veces, junté los restos del sangriento festín y me encomendé a las fuerzas del universo. Devolverlo no era una opción: algo tendría que aprender de todo eso.
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Pasaron seis meses desde entonces. No sé qué ocurrió, pero no me imagino el ingreso a la casa sin sus desproporcionadas muestras de amor a modo de bienvenida. No sé bien cómo fue, pero cuando me voy y echo una última mirada antes de cerrar la puerta, su cara inclinada, como preguntando por qué me dejan, me desarma. No entiendo cuándo fue que autoricé que se subiera a la cama, lo cierto es que hoy mis hijos duermen con un peluche que custodia sus sueños con el celo de un guardián. No sé qué resortes se activan en él, pero si ve que hay alguien triste, va y se queda echado a sus pies hasta que se le pase. No sé desde cuándo yo me ocupo de bañarlo y darle de comer: en qué momento se convirtió en parte de la familia. Creo que me ha domesticado. No sé cómo pasó: yo no quería.