Natalia Pandolfo
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“Mi madre sólo tenía ojos para aquel hombre guapo, autoritario e introvertido. Estaba siempre alerta para interpretar cada uno de sus gestos, cada silencio, cada mirada hasta el último reflejo de ira o condescendencia. Los cinco hijos no contábamos para nada. Éramos cinco seres subsidiarios siempre sometidos al juicio de aquel hombre que era Dios con una cuchara en la mano”.
Manuel Vicent, “Verás el cielo abierto”.
Ana está sentada en el living. En uno de los programas de la tarde, la tele escupe la historia de Chiara, la chica asesinada y enterrada en la casa del novio.
—Si es igualita a mi nieta.
Chiara tenía 14 años y un incipiente embarazo que, según explica el señor de la tele, ofuscó a un muchacho que entonces fue y la mató.
—Yo aguanté quince años. No sé cómo estoy viva.
Ana es el cuerpo que habla y dice que esta dosis diaria de sangre es cuento viejo. Ana es de esas personas que cuentan sus desgracias con una sonrisa. Tiene 75 años. Lo protegió mientras pudo, por miedo y por humillación.
Ahora que él se murió, ella puede hablar tranquila.
Se casó en 1961, a los 21 años, con un canadiense pintón que había aterrizado en su pueblo, en el interior de Misiones, y que arrancaba suspiros entre las chicas. Lo conoció en un baile de ésos en los que mamá escoltaba a las hijas toda la noche, firme como violín debajo de la pera.
Ana cuenta cada detalle como si lo estuviera viendo. Tocaba la orquesta de Francisco Canaro; él tenía gracia y era buen mozo. “Me sacó a bailar cuando ya estábamos por irnos. Hablamos pavadas, nada importante. Y me dijo para vernos otro día”, relata.
Así empezó ese amor, que duró un año y medio. Sus padres miraban de reojo: no les caía bien el extranjero. Como mandan las generales de la ley, ella se rebeló y decidió ir a fondo con su decisión. Al año y medio se casó. “Yo lo veía muy celoso. Se ponía mal si me veía conversando con alguien o paseando sola. Pero en esa época era normal”, cuenta.
“A la semana de estar casada me dio la primera cachetada -dice, y el recuerdo aparece más nítido que nunca-. Él se iba a jugar al tenis y yo me quedé en la puerta mirándolo para saludarlo. En eso aparece mi tío y se pone a charlar conmigo. Se volvió, me llamó para adentro y me agarró a cachetadas. Decía que seguramente mi tío me traía cuentos de algún otro novio que yo había tenido. Ésa fue la primera vez: yo quedé aturdida”.
A los pocos meses quedó embarazada. Un domingo él la llevó a la casa de una familia amiga. La señora le sugirió que se pintara los labios y Ana dudó: su papá no se lo había permitido; su marido, menos. Ella insistió. Cuando él la vio hizo un gesto. Ana ya había aprendido a adivinarlo. No dijo nada, se fueron caminando hasta la casa y cuando llegaron, le dio tal trompada que la tiró al otro lado de la cama. “Yo estaba embarazada, entendés. Lloraba como una loca y hacía lo imposible por ocultarle a todo el mundo lo que estaba viviendo”.
Cuando nació el primer hijo, él sugirió la idea de irse a su país natal. Ana quedó muda: nunca antes lo habían hablado. De repente las cosas cambiaron: él comenzó a tratarla bien, a ser cuidadoso y cariñoso con el chico. Finalmente, llegó la propuesta: se irían a Canadá un tiempo, dos o tres años, para que su familia conociera al niño. “Yo decidí darle una oportunidad. Él había cambiado mucho. Cuando se lo dijimos a mi papá, fue un gran escándalo. Él le juró que me traería de vuelta. Entonces nos fuimos”.
“Allá teníamos a disposición un departamento hermoso. Pero parecía que todo estaba preparado como para siempre. A los pocos días, me empezó a cachetear y a buscar pelea por cualquier cosa. Me daba palizas porque se le daba la gana. Yo estaba sola con el bebé. Me juraba que nunca más me iba a traer de vuelta a mi país. No me dejaba trabajar: yo dependía absolutamente de él”.
Un día, llega la cuñada de visita sorpresa. Ella estaba devastada: acababa de recibir una paliza. La mujer la miró de frente y le pidió que le contara. Ana se negaba a hablar.
Finalmente, las compuertas de la represión cedieron, el llanto inundó la escena y ella, desde entonces, contó con una aliada.
A partir de ese día, la familia de él se instaló en su casa y trató de no dejarla sola. Pero cuando llegaba el momento inevitable, volvían las patadas. “Una vez me arrastró del pelo por el piso, me llevó adonde yo guardaba las cartas de mis padres y me las rompió todas”, cuenta en su rosario de anécdotas negras.
Acosado por su propia familia, a los tres años decidió que se volvían a Argentina. Vivieron con los padres de ella: como no podía pegar, la insultaba. “El daño psicológico a veces es más fuerte que una trompada”, sentencia Ana.
Cuando nació el segundo hijo, volvieron los golpes. Ella apretaba los dientes y aguantaba. Después, como un monstruo de varias caras, él aparecía con el típico ramo de rosas, pedía perdón, lloraba, juraba que nunca más y esas cosas. Sacaba el revólver y decía que se iba a matar.
“Me animé a contárselo a una amiga que yo sabía que no iba a abrir la boca, porque su marido era peor que el mío”, comenta ella, y se ríe para no llorar.
Había hasta una cierta lógica en medio de la furia: “Me pegaba los jueves o viernes, porque sabía que yo me iba a tirar en una cama y no iba a salir en todo el fin de semana. Y él se iba de joda. Me violaba y me golpeaba. Me traía infecciones que se agarraba por ahí”.
—¿Por qué lo seguías cubriendo?
—Vos no sabés lo que es el terror. Me desfiguraba la cara.
Ana tiene la columna vertebral destrozada y sufre del corazón. “Yo sé que todo tiene que ver con esa época. Una vez me tiró de una trompada a la bañadera; otra vez casi me desnuca contra la mesada de la cocina. Yo vivía temblando, parecía drogada. Cuando lo escuchaba llegar, tenía que ver la cara para saber si me podía relajar o tenía que esperar una piña”.
Hubo un día en que Ana se animó. La había sacado a las patadas hasta la calle y los chicos habían quedado adentro. Desesperada, fue hasta la comisaría para hacer la denuncia. Estaba toda arañada.
—Por favor, señora, tranquilícese. Él es buena persona. A lo mejor estará nervioso. Con la familia hermosa que tienen, ¿usted le va a hacer esto a sus hijos? No le haga caso, yo voy a hablar con él.
Y la llevó de nuevo al infierno.
—Vamos gringo, tranquilizate.
Él lloraba como un chico. Todos le creían. Ana gritaba con alaridos mudos.
El punto final llegó un día en el club de tenis. Ella había ido sola con los chicos y tenía que estar a las cinco en casa: se le había hecho un poco tarde. Estaba preparando las cosas para irse cuando lo ve entrar. “Le vi la cara y temblé. Me agarra de un brazo y me dice: ‘Vamos’. Me llevaba rasguñando, yo chorreaba sangre. La gente me veía. Cuando salimos a la vereda, agarra mi bicicleta y me la tira contra las piernas.
Mi hijo mayor ya tenía 14 años: unos amigos fueron corriendo a avisarle. Vino con una piedra en la mano, dispuesto a partírsela en la cabeza al padre. La gente que estaba ahí lo agarró y llamó a la policía. Me alentaban a que lo denunciara: yo lo había intentado tantas veces que ya no sabía qué hacer”.
Como en una película de terror, pasaron por su cabeza cada una de las escenas. Ana supo entonces que ya no podía soportar más, aunque quisiera. “En ese momento, pensé que era mejor morirme que seguir viviendo así. Vino un policía y me ofreció firmar la denuncia. Entonces firmé”.
La llevaron al hospital; hubo testigos y hubo una amiga que le ofreció alojamiento. Ana estaba sola con dos criaturas, sin un peso y devastada física y emocionalmente. Si salía a la calle, él le tiraba el auto encima. Vivió escondida, aterrorizada, mucho tiempo.
Conseguir trabajo para volver a ponerse en pie fue una odisea. Años después conoció a otro hombre: entonces sí él dejó de acosarla. Había ahí una entidad legitimada, en la que su estructura machista podía reconocer un freno.