Por Rogelio Alaniz
Por Rogelio Alaniz
Twitter: @ralanizok
El adjetivo se impuso al sustantivo. Algo se sabe de “macartismo”, pero poco y nada de su autor, el senador republicano por Wisconsin, Josep McCarthy. Incluso, el término “macartismo” sufrió la erosión del tiempo. Como “fascismo”, como “genocidio”, el término se transformó más en un insulto que en un concepto y, en ese sentido, en una palabra maldita, cargada de negatividad. Lo que importa en todos los casos es el insulto, la descalificación, no la verdad del concepto. Los comunistas suelen ser muy eficaces a la hora de la demonización, tan eficaces como los cazadores de brujas de la extrema derecha.
El macartismo estalló en los EE.UU. en un contexto histórico preciso: la ruptura del romance de capitalistas y comunistas en la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría. Si se permite la licencia, el “macartismo” existió antes que McCarthy y seguramente lo sobrevivió a su muerte ocurrida en mayo de 1957 como consecuencia de una cirrosis galopante. El llamado Comité de la Primera Enmienda fue creado antes de McCarthy por un grupo de intelectuales democráticos para poner límites a las persecuciones promovidas apenas finalizada la guerra.
Con McCarthy presidiendo la Subcomisión del Senado, hay un momento en que el tema se le va de las manos a los propios gobernantes de EE.UU. Fue cuando el “tío Joe” se metió con los militares e involucró en sus acusaciones al propio presidente Dwight Eisenhower. Fue el principio del fin. Lanzado como un búfalo contra las instituciones, McCarthhy cometió el error de cálculo de meterse donde no debía. En 1954, lo liquidaron políticamente. Perdió poder en el Senado y de la mañana a la noche se transformó en un paria, alguien a quien sus propios colegas del Senado se cruzaban de vereda cuando lo veían venir. Cuando murió estaba internado en un hospital tratando de controlar su torrencial alcoholismo. Su ostracismo no impidió que a la hora de su funeral el Senado le rindiera todos los honores del caso. Como dijera uno de sus pares: “Tal vez se equivocó, pero fue un buen norteamericano”.
Después vino la literatura, el cine y la música. Hollywood y el mundo del espectáculo pasaron su factura al personaje que propició una verdadera caza de brujas en pleno siglo XX y en el país que decía encarnar los valores de la democracia. En 2005, George Clooney dirigió la película “Buenas noches y buena suerte”, una crítica al macartismo y un homenaje a ese periodista televisivo digno y lúcido que se llamó Edward Murrow, el hombre que desenmascaró al “tío Joe” ante la opinión pública.
Otro de los coletazos de aquellos años se produjo cuando en 1999, más de cuarenta años después de McCarthy, la Academia de Hollywood decidió otorgarle un Oscar simbólico al director Elia Kazan. Más que coletazos, saltaron chispas y algo más que chispas. Actores, críticos y directores no querían saber nada con rendirle homenaje a quien fue considerado con justicia el arquetipo del soplón. La leyenda cuenta que al momento de iniciar su tarea de delación, Kazan le dijo a su íntimo amigo: “Lo hago porque tengo que pensar en mis hijos”. Éste le respondió: “Serás considerado soplón por tus propios hijos”. No se equivocó.
De todos modos, el Oscar se lo dieron y en honor a la verdad, Kazan fue un gran director de cine. Sus películas (“Viva Zapata”, “Esplendor en la hierba”, “Al este del paraíso”, “Un tranvía llamado deseo”, “Nido de ratas”) al decir de un crítico, tienen una energía subversiva superior a la obra de algunos no delatores. Kazan siempre reconoció que su decisión no muy diferente a la de George Orwell en Inglaterra- no fue fácil. De todos modos, en una de sus últimas declaraciones afirmó que no iba a pedir disculpas por sus actos, “porque tampoco la pidieron quienes apoyaron al régimen de Stalin”.
Decía que la Comisión de Actividades Antinorteamericanas existió antes de que McCarthy se hiciera famoso. Es más, en homenaje a las ironías, se constituyó no para perseguir comunistas sino a militantes del Ku Klux Klan. Después, la derecha republicana apuntó sus cañones contra intelectuales, directores, actores y guionistas de cine. Con McCarthy presidiendo la Subcomisión Permanente de Investigaciones del Senado, el anticomunismo devino en histeria y las investigaciones en caza de brujas. Una de las víctimas, Arthur Miller escribió en 1953, “La brujas de Salem”.
La campaña de McCarthy puso en la superficie lo mejor y lo peor de Hollywood y de la propia condición humana. Algunos delatores eran previsibles: John Wayne, Gary Cooper, Robert Taylor, Ronald Reagan. A otros los arrastró el miedo. Cierta izquierda, que hoy denominaríamos “caviar”, se expresó con toda desvergüenza. Lillian Hellman, escribió, para referirse a ellos, “Tiempos de canallas”. El más incisivo de todos fue Orson Welles, quien declaró sin pelos en la lengua: “La conversión de la izquierda no fue por principios, sino para salvar sus piscinas”.
En ese contexto de miserias y claudicaciones emergió con toda su dignidad el grupo de actores y guionistas conocidos como “Los diez de Hollywood”, quienes anunciaron que se negarían a declarar. Allí brilló con luz propia Dalton Trumbo, el guionista más importante de Hollywood. También se destacaron, Ring Larderr Jr., Edward Dimytryk, Lester Cole, Samuel Ornitz, Adrián Scott, John Howard Lawson, Herbert Biderman, Albert Maltz y Alvar Bessie.
La Subcomisión dirigida por McCarthy cumplió de hecho funciones de “Comisión especial”. El principio de presunción de inocencia fue a parar el cesto de papeles y los interrogados debieron demostrar que no eran culpables. Hubo cárceles, pero también persecuciones laborales y listas negras. En ese clima fueron detenidos y ejecutados en 1953 el matrimonio Ethel y Julius Rosenberg y el científico Robert Oppenheimer se vio obligado a renunciar a la Comisión de Energía Atómica. De la manía persecutoria de McCarthy, no se salvaron Albert Einstein, Charles Chaplin, Bertoldt Brecht, Jules Dassin, Joseph Losey y Paúl Robeson, entre otros. El escritor y creador de la novela negra Dashiell Hammet fue maltratado en el juicio y estuvo cerca de seis meses detenido. El actor John Garfield, protagonista estelar con Lana Turner de “El cartero llama dos veces”, fue acosado y despedido de todos sus trabajos. En ese clima murió de un infarto, mientras que el actor Philip Loeb optó por suicidarse en 1955, víctima de una enfermedad llamada “Lista negra”.
Cuando a McCarthy le llegó la noche salieron a la luz informaciones sobre su vida. La imputación más liviana fue la de alcoholismo. El “tío Joe”, además de ser acusado de homosexual -imputación que en aquellos años era grave, sobre todo para un halcón del partido republicano como él- la opinión pública tomó conocimiento de que el supuesto héroe de guerra no había sido tal o no había sido como él lo había contado.
Extrovertido, irascible, obsesivo, el personaje se acomodó muy bien a la función que le asignó la historia. Algunos de sus acompañantes en la cruzada merecen mencionarse: Robert Kennedy y Richard Nixon, todos muy jovencitos y muy contagiados de la fobia anticomunista nacida al “calor” de la guerra fría.
Dicho esto, en nombre de la verdad histórica conviene relativizar algunas cuestiones. El macartismo fue condenable entre otras cosas porque la persecución alcanzó mayoritariamente a quienes no eran comunistas. Después de todo, EE.UU. tenía derecho a protegerse del espionaje rojo y la infiltración en instituciones de la política y la cultura. Lo que no era justo era violentar los principios consagrados en la Constitución o crear un clima de persecuciones muy parecido al de las cruzadas.
También corresponde decir que en la otra capital de la guerra fría, Moscú, las persecuciones fueron mucho más exterminadoras y crueles. Si la ejecución de los Rosenberg merece criticarse, ¿qué decir de por lo menos doscientas ejecuciones a disidentes en Moscú acusados de ser espías yanquis? Una vez más hay que decir al respecto que comparado con los horrores del stalinismo, el macartismo en Estados Unidos fue un peligroso pero breve juego de niños.