Ignacio Andrés Amarillo
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Único: Ayala une en su actuación, su particular humor y sus reflexiones junto a sus creaciones, clásicos del cancionero argentino.
Ignacio Andrés Amarillo
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La estampa lo precede: camisa y bombacha bordada en “verde gris” (como dice en “El mensú”); los colores terrosos claros en el sombrero, las botas y esa especie de baticinturón con bolsillos que se le cae al bailar con las damas, sólo para admitir la broma picaresca; y el reflejo de la tierra colorada en la impropia cabellera. Los mismos colores con los que pinta su pago misionero lo visten, y así fue como entró por la puerta grande, saludando al público que esperaba que dieran sala.
Así de pintoresco es Ramón Ayala, siempre a caballo entre lo bizarro y lo profundamente entrañable. Eso fue lo que descubrió el fotógrafo Marcos López cuando realizó su documental. Eso, y el hecho de que el autor de al menos cuatro o cinco piezas clave del cancionero argentino seguía dando vueltas por ignotos festivales con su guitarra de diez cuerdas al hombro, con una tardía carrera solista y alejado de las grabaciones (el “Cuchi” Leguizamón y Mario Arnedo Gallo nunca fueron tan intérpretes como Ramón).
Por suerte, a la película se le sumó “Cosechero”, el disco de calidad que Javier Tenenbaum (que se puso su carrera al hombro) le produjo para Los Años Luz, dando la oportunidad del reconocimiento en vida a este entertainer único.
Irrepetible
Porque como él mismo dice: “Hagan como Ramón Ayala, no tengan vergüenza” (sí, habla en tercera persona de sí mismo). Risueño, expansivo, piropeador de damiselas, filósofo de reflexiones impensadas, contador de chistes con ese humor que tenían nuestros abuelos, hace que, como dice al principio de su show, cada noche sea única.
Y esta vez lo fue en parte por su performance escénica pero también por la “orquesta” improvisada: un accidente del guitarrista Marcos Nuñez obligó a su hermano, el bandoneonista Juan “Pico” Nuñez a archivar el dúo (que pasó por el Paraninfo en 2013), a convocar a Mauricio Pérez, en piano, y a Fernando Acevedo, en guitarra, en la ardua tarea de seguir a la leyenda (tarea cumplida, gracias a la solvencia de los intérpretes). Ellos abrieron el concierto, para que finalmente, micrófono en mano desde el camarín, saliera Ramón Gumercindo Cidade (tal su nombre verdadero, el que lo confirma como tío de Guillermo Cidade, alias Wallas de Massacre, que pasó por el mismo escenario también en 2013).
Sobre la síncopa en rasguido doble de “El cosechero” arrancó el primero de sus recitados: “Sombras negras en la costa, rojo en el horizonte, plomo en el río quieto que va atravesando el monte...”. Y allí nomás cantó el primer de sus clásicos inmortales, con esa manera que se mueve entre el “decidor” y la gola entrenada por un profesor de extracción lírica; y con el “picadito” que la mayoría de los cantantes olvidan.
Paisajes
“A veces parece mentira que uno haya dado a luz, parido mejor dicho, obra. Yo digo a veces: ¿será mío esto?, ¿a quién la he robado?”, dijo sobre las primeras notas en el piano de “Posadeña linda”, también precedida por un recitado plagado de personajes y paisajes de su tierra natal, reimaginados en tardes de infancia en el Conurbano bonaerense. Y del romanticismo de ese aire de chamamé pasó a “Retrato de un pescador”, con los músicos a sus anchas, en plan de chamamé bailable.
“El amor es un acontecimiento como el átomo, es tan pequeñito... pero puesto en movimiento se desencandenan una serie de acontecimientos” que “puede hacer conmover al planeta”, expresó en su peculiar estilo, sobre “ciertas flechas que ellas subcutáneamente te lanzan”. Ése fue el momento de “Mi pequeño amor”, apoyada en el toque sutil de Pérez y las filigranas de Núñez.
En ese momento, explicó las peculiaridades del gualambao, el ritmo que creó para Misiones en 12/8, que él sostiene que es bailable pero que sería más fácil con una pierna más corta; de todos modos salió a hacer una demostración con una flaquita alta que sacaba fotos sobre la base de “Canto al río Uruguay” en manos del trío, que luego lo acompañó en las estrofas.
Ríos y campos
Después vino “Arriero de peces”, dedicado al otro confín de la Mesopotamia, el Paraná, luego de una reflexión sobre el tamaño de las rayas y de “bichar” la letra en el atril, con algunas “discrepancias” con los acompañantes al principio, antes de acoplarse plenamente. El concierto encaró hacia la despedida con “Señor de los campos”, donde la formación volvió a sonar intensa.
La primera despedida, para que todos pudieran “entregarse a los brazos de Morfeo” (tanto el del sueño como el de “morfar”), fue con la severa “El mensú”, con sus tiempos de galopa y frases arrastradas, antes de levantar en el histórico “neike, neike” (“vamos, vamos” en guaraní) del capanga, y su recitado: “Verde gris, verde brillante, rojo toro, sangre adelante, camino y selva”.
Y ahí salió, ante la ovación de pie, sólo para volver a entrar (de nuevo se hizo llevar el micrófono a la puerta del camarín) con otra galopa: “Canción del Iguazú”, con una nueva danza con una beldad (nadie puede criticar su buen ojo) abajo del escenario. Ése fue su adiós definitivo; “El jangadero” quedó en la lista de Núñez, esperando para un nuevo encuentro.
Viaje musical
Hay más de uno que, si le prometen que va a escuchar a un grupo de jóvenes talentos de intensa formación académica haciendo música popular, sentiría un escozor al pensar que podría tratarse de “un grupo de conservatorio” (en el mal sentido de la expresión). Por suerte Trío Cosa, los elegidos para abrir la velada, son otra cosa, desde el nombre nomás.
Se trata de una de las revelaciones de la última Bienal de Arte Joven de la UNL, y sorprende por la multiplicidad de sus recursos expresivos, que incluyen la alternancia de Álvaro Tejerina y Gaspar Macor (guitarras) en melodías, acompañamientos, líneas de bajos y percusiones sobre el instrumento (el segundo también toca el cuatro venezolano); por otro lado, el locuaz Martín Testoni le pone versatilidad y expresión a su saxo soprano, teniendo en cuenta que varias de sus melodías fueron creadas para la voz humana.
De las tradiciones colombiana y venezolana a composiciones de Rubén Blades, Astor Piazzolla y el santafesino Matías Marcipar, desandaron un camino por Latinoamérica que, teniendo en cuenta su joven madurez, promete ser un recorrido de largo aliento.