Por Rogelio Alaniz
“La puerta doce” es el nombre con que se designa la tragedia ocurrida en la cancha de River el 23 de junio de 1968. En esa puerta, sobre avenida Figueroa Alcorta, que ahora se la conoce como Puerta L, por motivos que casi medio siglo después no terminaron de develarse murieron setenta y una personas, todos varones y con un promedio de edad de alrededor de dieciocho años.
Ese día miércoles, frío, destemplado, se jugó el gran clásico Boca-River correspondiente al Campeonato Metropolitano. El partido fue mediocre, deslucido y concluyó en un categórico cero a cero. La única novedad interesante -la que produjo la hilaridad de las tribunas- fue que el delantero xeneize Ángel Clemente Rojas le robó la boina al arquero Amadeo Carrizo, motivo por el cual el partido se suspendió unos minutos, hasta que le devolvieron la gorra al popular arquero de River. Minutos después, y como desquite de la pretendida humillación, Carrizo se sentó en el suelo como dando a entender que Boca no representaba ningún peligro para su arco.
Se estima que esa tarde se convocaron en el estadio millonario alrededor de noventa mil personas. Como suele ocurrir en estos clásicos, predominaron los cánticos agresivos de unas tribunas contra las otras, quema de banderas, pequeños y cotidianos actos de violencia, nada extraño en los partidos de fútbol de ayer y de hoy.
La hinchada de Boca estaba ubicada en la tribuna que da sobre la avenida Figueroa Alcorta, y algunos hinchas comenzaron a retirarse pocos minutos antes de que terminara el soporífero partido. Hacía frío y todavía no había oscurecido.
El último tramo que va desde la tribuna a la puerta suma unos ochenta escalones. Se transita por una suerte de túnel, apenas iluminado por una mezquina bujía. Es una zona oscura que, según los entendidos, lo sigue siendo hasta el día de hoy. Al final del trayecto están la puerta y los molinetes, colocados no para impedir la salida sino para controlar el ingreso.
Por razones que aún se ignoran, esa salida se transformó en una trampa, en una trampa mortal. El episodio no debe haber durado más de diez minutos, pero para los participantes fue una eternidad. Los testimonios de los sobrevivientes son estremecedores. Todos coinciden en que no sabían muy bien lo que estaba pasando. Oscuridad, apretujones y asfixia. Además de setenta y un muertos, hubo alrededor de ciento diez heridos. El testimonio registrado por las cámaras horas después es estremecedor: zapatos, camperas, camisas, cinturones de la gente y manchas de sangre, daban cuenta del infierno vivido por las infortunadas víctimas.
Más allá de versiones, lo seguro es que la puerta doce estaba bloqueada. De allí en adelante, todas fueron y son especulaciones, porque nadie puede decir a ciencia cierta qué fue exactamente lo que sucedió en esa fatídica tarde de otoño de 1968. Una hipótesis afirma que los responsables del club se olvidaron de retirar los molinetes que, para colmo de males, estaban asegurados con una barra de acero. La otra versión asegura que en realidad la puerta plegadiza estaba baja. Otra lectura sostiene que la puerta estaba baja hasta la mitad y al resto lo hicieron los molinetes.
Cada una de estas interpretaciones son refutadas por testigos e incluso por empleados del club. Uno de ellos declaró que con su hijo intentó retirarse antes de que concluyera el partido y desistió de ello porque la puerta estaba cerrada; otros testigos aseguran exactamente lo contrario. Hinchas que salieron por otras puertas observaron a la distancia la aglomeración, pero la atribuyeron a alguna de las habituales trifulcas a la salida de un partido.
Por ultimo, está la versión “política” de lo ocurrido, versión que para algunos es la más fidedigna. Ese año gobernaba el país el dictador Juan Carlos Onganía. La actividad política estaba proscripta y la policía tenía luz verde para reprimir cualquier desorden o manifestación popular.
Se sabe que la hinchada de Boca en algún momento cantó la Marcha Peronista. Si los boquenses eran más o menos peronistas, no se sabe, pero todos sabían que las estrofas de ese cántico irritaban a las fuerzas del orden y probablemente al presidente de River, Julián William Kent, quien, furioso, habría dado orden a la policía para que reprimiera a los díscolos.
Lo que se sabe es que las barras -todavía no se hablaba de barras bravas- salieron por la Puerta Doce y se enfrentaron con la Montada. Los manifestantes orinaban en los vasitos de cartón y arrojaban el húmedo proyectil a los policías. La respuesta fue enérgica, seguramente excesiva, motivo por el cual los hinchas para protegerse de los garrotazos intentaron reingresar por la puerta doce. Personas que salían, personas agitadas que entraban en un espacio de no más de tres metros, habrían producido el desenlace trágico que todos conocemos.
Decía que todo duró apenas diez minutos, pero para las víctimas fue una eternidad, una eternidad trágica. Una sólida y mortal pared humana impidió la salida, mientras que -desde arriba- el público ignorante de lo que sucedía continuaba empujando hacia abajo. Murieron asfixiados; asfixiados y pisoteados. Un horror. El más chico tenía trece años. Se llamaba Eduardo Arce; el mayor, Leopoldo Fernando Zúgaro, tenía treinta y cinco años. A juzgar por la edad de las víctimas, personas jóvenes y de buen estado físico, la trampa debe de haber sido desoladoramente mortal.
Mencionamos la hipótesis de que la Policía Montada podría haber sido la responsable de lo ocurrido, responsabilidad culposa si se quiere, pero responsabilidad al fin. Es lo que piensa -por ejemplo- el inspector general municipal Juan Carlos Tabanera, quien sostiene que la puerta estaba abierta. Otros testigos dicen que así debe de haber sido porque era evidente que la represión obligó a los manifestantes a refugiarse en la Doce.
La tragedia pronto adquirió estado público. Onganía declaró duelo nacional y se suspendieron todas las actividades nocturnas. El viernes murió la víctima número setenta y uno: Julián Fieldman. Boca organizó un sepelio colectivo en sus instalaciones que fue acompañado por una multitudinaria marcha de silencio en el barrio. Los clubes Barcelona de España, Universidad de Chile y la Liga Paraguaya se ofrecieron a jugar gratis para que las recaudaciones fueran a las familias de las víctimas. En la fecha siguiente, se colocaron alcancías en las canchas para juntar fondos con el mismo propósito.
Como la mayoría de los muertos eran chicos, la causa fue tomada por el juez de Menores, Oscar Hermelo. No fue mucho lo que se hizo. Al principio se le dictó prisión preventiva al intendente de River, Américo di Vietro, y al capataz, Marcelino Cabrera. También se lo embargó a River por doscientos millones de pesos. Cinco meses después, la Sala VI de la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional integrada por los jueces Raúl Munilla Lacasa, Jorge Quiroga y Ventura Esteves, sobreseyó a los imputados y levantó el embargo.
A fines de ese año, la AFA juntó alrededor de cien mil dólares para entregarles a los familiares, algo así como mil dólares por familia. No lo hacían gratis, como se dice en estos casos, los caballeros no daban puntada sin hilo. La condición impuesta a los familiares, si aceptaban la plata, era renunciar al inicio de acciones legales. La inmensa mayoría aceptó las exigencias. Sólo dos familias continuaron con el juicio y finalmente pudieron cobrar una cifra muy por debajo de sus expectativas. Se trata de las de Nélida Oneto de Gianoli y de Diógenes Zúgaro.
Conclusión, todo se desarrolló luego con reconocible estilo argentino: no se sabe bien lo que ocurrió y durante años el silencio fue la exclusiva respuesta a los familiares. Recién en 2008, se logró instalar una placa en el club en homenaje a los muertos. El documentalista Pablo Tesoriere filmó un documental interesante para quien quiera tener algunas pistas sobre lo que efectivamente pasó allí.
Hasta hace poco tiempo, el abogado de River seguía insistiendo en la teoría de un accidente del cual nadie es responsable. Sin embargo, durante unas cuantas fechas, la hinchada de Boca -acompañada a veces por la de River- no dejaba de cantar en las tribunas: “No había puertas, no había molinetes, eran los canas que nos daban con machetes”.
Por Rogelio Alaniz