Por Rogelio Alaniz
En los EE.UU. falta un año y medio para las elecciones presidenciales, pero los candidatos ya se preparan para un proceso que muy bien podría compararse con una carrera de obstáculos, complicada, larga y, sobre todo, cara. Los yanquis en estos temas no se andan con vueltas: para hacer política hay que tener plata, mucha plata. También saben que cada uno será sometido a un severo escrutinio por parte de un electorado que evaluará sus discursos, comportamientos, declaraciones y antecedentes. Es verdad que en este país el escepticismo político es alto, pero por un camino u otro hasta el más alejado de la política sabe que los candidatos existen, además de conocer los antecedentes de los más destacados.
Acerca de las elecciones en los Estados Unidos de Norteamérica, los críticos se han dado el gusto de criticarlas con buenos argumentos. Los más exagerados afirman que se trata de un sistema político oligárquico, dominado por los ricos, con candidatos que se diferencian entre ellos en detalles insignificantes, porque en lo fundamental todos piensan lo mismo y representan lo mismo.
El financiamiento es uno de los costados más vulnerables de la política norteamericana. A los conglomerados empresarios se suman los aportes del crimen organizado tal como lo denuncian desde hace décadas los grupos antisistema. Películas, novelas, series televisivas, han puesto en evidencia los costados corruptos y manipuladores del sistema electoral yanqui, imputaciones que todos, incluso los involucrados, aceptan con un poco de resignación y algo de cinismo.
Sin embargo, más allá de las críticas, en las primarias que se avecinan los ciudadanos tendrán la oportunidad de conocer a sus candidatos, enterarse de sus posiciones, sus méritos y sus defectos. Las primarias se desarrollan a lo largo y a lo ancho del país, los precandidatos polemizan públicamente entre ellos, sus declaraciones se publican en los diarios, salen por televisión, están en las redes sociales, los afiches reproducen sus rostros y las consignas que los identifican ante el electorado.
Insisto, hay muchos motivos para criticar ese singular proceso electoral, pero no somos los argentinos quienes tenemos más autoridad política para colocarnos en el lugar de jueces, entre otras cosas porque nuestro régimen electoral y nuestro sistema de selección de candidatos es mucho menos transparente, la relación entre dirigentes y sociedad es mucho más distante y las posibilidades del ciudadano de conocer a los candidatos son ostensiblemente menores. Al respecto, a los argentinos nos conviene recordar que recién en estos meses comienza a insinuarse tímidamente la exigencia legal de plantear el debate entre los candidatos, acto que hasta la fecha los políticos criollos reclaman cuando van perdiendo las elecciones y niegan cuando van ganando.
Para las elecciones en los EE.UU., los principales protagonistas son, en principio, Hillary Clinton por el Partido Demócrata, y Jeb Bush, por el Partido Republicano. Hillary exhibe su condición de esposa de un ex presidente, pero sería injusto suponer que los espacios políticos que esta mujer ocupa se los debe a su marido. Es más, como humorada o ironía, alguna vez se dijo que Clinton llegó a la Casa Blanca gracias al temple de su mujer. Exageraciones o no, lo cierto es que estamos ante una dirigente con agallas, una dirigente que demostró sus condiciones de política de raza compitiendo en su momento contra Obama, ocupando altas responsabilidades de gobierno y revalidando sus credenciales con talento y con votos.
Jeb Bush pertenece a la reconocida dinastía integrada por un padre y un hermano que fueron presidentes. Jeb fue gobernador de Florida. Quienes lo conocen, aseguran que honra a su familia con su garra política. Bush es conservador como sus mayores, pero de los candidatos republicanos que se anotaron para la carrera presidencial no vamos a decir que es el más progresista, porque esa palabra le queda grande por los cuatro costados, pero es el menos conservador, el que mira con más recelo a los dinosaurios del Tea Party o a los aguiluchos de afiladas garras y pico sediento de poder como Marco Rubio.
Los observadores afirman que Hillary ganará las primarias, que tal como se presentan las cosas en el partido Demócrata, no hay otro dirigente de su fuste. Tiene sesenta y siete años muy bien llevados -como se decía antes- pero la edad algo avanzada no le impide afirmar sus deseos de ser la primera presidente mujer de los Estados Unidos. Por lo demás, su inteligencia es tan reconocida como su experiencia política. Dicho con otras palabras y sin exageraciones, bien puede decirse que es más una estadista que una política.
Las contras que se le presentan no son para subestimar. Hubo problemas con la fundación de su marido, hay denuncias acerca de la identidad de los aportantes, críticas por su desempeño como funcionaria del gobierno de Obama, pero hasta la fecha ninguna de las zancadillas que le tendieron sus empecinados rivales lograron de manera significativa afectar su imagen pública o deteriorar su tremenda vocación de poder.
Un detalle para tener en cuenta. Ni Hillary ni Bush eluden el desafío de las primarias para legitimarse. Es más, en los Estados Unidos una decisión de este tipo sería inimaginable. Hillary no es Cristina. No llega a la presidencia sin otro recurso de legitimidad que el dedo de su marido. Si alguna vez el destino la coloca en el Salón Oval de la Casa Blanca, será por sus propios méritos y, sobre todo, porque así lo habrán decidido los electores del Partido Demócrata y luego los ciudadanos norteamericanos.
Algo parecido puede decirse de Bush. Como los Kennedy y los Roosevelt, pertenecen a ese tipo de linaje norteamericano cuyas virtudes corren parejas con sus defectos. Bush tampoco quiere llegar al poder de la mano del papá o del gran hermano. Casado con una latina, algo que ya es habitual en el mundo republicano, pero que en ciertos ambientes todavía sigue despertando resquemores, es, además, un tipo jovial y algo desenfadado. Hasta allí llegan sus liberalidades. Después es un típico conservador republicano de sesenta y dos años, que cree en el destino manifiesto de los EE.UU., apoya las intervenciones militares, desconfía de todo el mundo, se opone al aborto y a todo lo que signifique un ataque al modelo tradicional de familia y considera que la pena de muerte contra los delincuentes es la sanción más justa que se puede aplicar.
Hillary y Jeb no son amigos y en más de un tema están en las antípodas, pero se respetan entre sí. Con respecto a los problemas de la política exterior, tienen diferencias pero se han cuidado muy bien de atacarse. El caso de Irak es muy representativo. Hillary dice en sus conferencias que está en contra de esa invasión y da a entender que decisiones políticas de ese tipo practican los Bush, pero se cuida muy bien de no profundizar esas diferencias, tal vez porque tenga presente que los Bush saben que ella, como legisladora, votó en su momento el envío de tropas contra Saddam Hussein.
En los Estados Unidos, los problemas internos son importantes, pero como corresponde a todo imperio que merezca ese nombre, las cuestiones internacionales suelen ser decisivas y muchas veces los candidatos son evaluados por las posiciones que sustentan en este campo. En el caso que nos ocupa, Bush intenta correrse más al centro de lo que señalan las posiciones tradicionales de los halcones republicanos, mientras que Hillary se esfuerza por diferenciarse del progresismo de Obama en temas tales como el acuerdo con Irán, las relaciones en Medio Oriente, el conflicto entre palestinos y judíos, la guerra en Siria, la posición ante la crisis de Ucrania con Rusia o los acuerdos con los hermanos Castro en Cuba.
Como diría Winston Churchill, aún no estamos en el fin del principio ni en el principio del fin. De todos modos, los principales protagonistas ya se preparan para la batalla que promete ser larga y dura. Se trata de dos candidatos aguerridos, que desean el poder y están dispuestos a pelearlo con uñas y dientes.
Los protagonistas se preparan para la batalla que será larga y dura. Son dos candidatos aguerridos, que desean el poder y están dispuestos a pelearlo con uñas y dientes.