por Rogelio Alaniz [email protected]
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La reciente designación de Carlos Zannini como compañero de fórmula de Daniel Scioli, dio lugar a numerosas consideraciones acerca del rol de los vicepresidentes en la política nacional. Más allá de Zannini, el tema adquirió actualidad por el caso de Amado Boudou, un vicepresidente procesado y que en los últimos tiempos el propio oficialismo prefirió mantenerlo a la sombra por su bien ganado desprestigio en los últimos años.
¿Es necesario el vicepresidente? Es la pregunta que en diferentes momentos nos hacemos los argentinos. Para más de uno, su figura es una fuente de conflictos y una permanente tentación a la conspiración política interna. Para otros, no es más que una figura decorativa de la que muy bien se podría prescindir, aunque más no sea por razones presupuestarias. Desde el punto de vista de las internas partidarias, el vicepresidente completa la oferta presidencial. A veces se lo elige por razones de representación territorial; a veces, para conformar el frente interno o para prestigiar la candidatura presidencial.
¿Qué dice la historia argentina al respecto? Todas las prevenciones, pero también todas las virtudes contempladas por el sistema político estuvieron presentes desde los orígenes mismos de nuestro ordenamiento constitucional. En principio, no hay noticias de que en los debates constitucionales de 1853 la figura del vicepresidente haya sido puesta en tela de juicio. Tampoco hubo objeciones en las posteriores reformas constitucionales. Un dato a tener en cuenta: todos eran masones.
Desde 1853 a la fecha, hubo acuerdo para sostener que la tarea del vicepresidente es la de reemplazar al presidente en caso de viajes, licencias, renuncia o muerte. Su otra función es la de presidir las sesiones de la Cámara de Senadores, tarea que dio motivos para que Sarmiento estigmatizará para siempre esta investidura, diciendo que su exclusiva función era agitar la campanilla de la Cámara Alta para dar inicio a las sesiones.
El primer vicepresidente fue Salvador María del Carril, designado para acompañar a Justo José de Urquiza. Del Carril no era un novato en la política nacional. Sanjuanino, siendo muy joven tuvo una participación decisiva en la redacción de la Constitución liberal de esa provincia conocida como Carta de Mayo y que, para escándalo de su tiempo, garantizaba la libertad de cultos, motivo por el cual los caudillos degolladores de su tiempo lanzaron la célebre y muy sugestiva consigna: “Religión o muerte”.
Instalado en Buenos Aires, fue ministro de Rivadavia y, para su desgracia, tuvo una participación decisiva en el fusilamiento de Dorrego, participación que se expresó en las cartas escritas a Lavalle aconsejando la pena máxima. Años después, la noticia adquirió estado público y su nombre quedó ligado para siempre a ese infausto suceso.
Como vicepresidente, Del Carril reemplazó en numerosas ocasiones a Urquiza, más dedicado a las campañas políticas y militares. Concluido su mandato, fue designado por el presidente Bartolomé Mitre como miembro de la flamante Corte Suprema de Justicia. El hecho merece destacarse porque Del Carril era un rival político de Mitre.
El siguiente vicepresidente de nuestra historia fue Juan Esteban Pedernera, quien secundó a Santiago Derqui, titular de una presidencia breve e inestable que concluyó con su renuncia, motivo por el cual durante unos escasos meses Pedernera se hizo cargo del Ejecutivo.
Después de Pavón, y garantizado el triunfo de Buenos Aires, en 1862 asumió el poder Mitre y su vice fue Marcos Paz. También en este caso, hubo alteraciones institucionales. Iniciada la guerra del Paraguay en 1865, Mitre dejó el poder en manos de Paz, quien se hizo cargo de la máxima responsabilidad política hasta su muerte, tres años después.
A la presidencia de Mitre, siguió la de Domingo Faustino Sarmiento. Su vice fue un político y caudillo de fuste: Adolfo Alsina, hijo del dirigente unitario Valentín Alsina y, para muchos, el primer dirigente popular de Buenos Aires, además de maestro político de Leandro Alem. Alsina no tuvo muchas oportunidades para lucir sus talentos, porque Sarmiento no se lo permitió.
En 1874, fue electo presidente Nicolás Avellaneda y su vice fue Mariano Acosta. Al momento de asumir el cargo, había sido constituyente, ministro y gobernador de la provincia de Buenos Aires. Acosta fue una persona respetable que cumplió con sus tareas constitucionales sin suscitar conflictos.
El siguiente turno presidencial correspondió a Julio Argentino Roca, acompañado por Francisco Madero. De reconocida militancia antirrosista, Madero fue uno de los militares que recibió en Bolivia a la columna que desde Jujuy trasladaba los restos de Lavalle. Y ya que estamos en el tema, conviene recordar que en esa columna también cabalgaba otro futuro vicepresidente: Juan Esteban Pedernera.
¿Es necesario el vicepresidente? Es la pregunta que en diferentes momentos nos hacemos los argentinos.
Para los años de Roca, Madero era más un empresario que un político, pero su nombre no se debe confundir con el de su sobrino Eduardo, el ingeniero que llevó adelante el famoso proyecto portuario, motivo por el cual, en su homenaje, el barrio preferido por los políticos y empresarios kirchneristas lleva su nombre. Su rol como vicepresidente fue más decorativo que real, ya que no debe haber sido sencillo ocupar un espacio político propio con una personalidad como la de Roca, quien se ocupaba por no dejar ningún espacio de poder librado al azar.
A Roca, lo sucedió su concuñado Juárez Celman, quien designó como vicepresidente a un peso pesado de la política nacional como era Carlos Pellegrini. Cuando estalló la revolución del noventa, Juárez Celman presentó la renuncia y Pellegrini se hizo cargo de la presidencia hasta el final del mandato, es decir hasta 1892.
Las maniobras del “Zorro” Roca permitieron que asumiera la siguiente presidencia el señor Luis Sáenz Peña, padre de Roque. El vicepresidente fue José Evaristo Uriburu, político salteño, diplomático y funcionario de diferentes gobiernos. Como era de prever, el viejo Sáenz Peña no soportó las exigencias del poder y renunció en 1895, momento en el que se hizo cargo Uriburu hasta el final del mandato en 1898. De más está decir que el hombre fuerte del régimen, el poder real detrás del trono, siguió siendo Julio Argentino Roca.
En 1898, Roca asumió su segunda presidencia hasta 1904. Su vicepresidente fue un diplomático y funcionario de fuste: Norberto Quirno Costa. Unitario de origen, liberal, antirrosista, Quirno Costa fue además un patricio de renombre. Al concluir el mandato de Roca se corrió el rumor de que podría ser el nuevo presidente del régimen, pero la rosca interna la ganó Manuel Quintana, quien llegará al poder acompañado por un dirigente conservador de Córdoba: Figueroa Alcorta.
Quintana también perteneció al linaje de los políticos patricios de la república conservadora. Patricio y comisionista de los bancos extranjeros, responsabilidad que lo llevó en cierto momento a plantearle a los ingleses que su flota bombardeara la ciudad de Rosario para exigir la cobranza de una controvertida deuda con los bancos. Quintana asumió en 1904, pero sus problemas de salud, agravados anímicamente luego de un atentado anarquista, lo obligaron a renunciar haciéndose cargo del poder Figueroa Alcorta, quien actuará como presidente hasta 1910.
Subestimado por el régimen, Figueroa Alcorta será el artífice de su demolición, tarea que cumplirá en alianza con Roque Sáenz Peña y el acuerdo tácito de Hipólito Yrigoyen. Como dato curioso, Figueroa Alcorta será el único político argentino que ocupará las tres grandes dignidades políticas de la nación: vicepresidente, presidente, y titular de la Corte Suprema de Justicia.
En 1910, llegó al poder Roque Sáenz Peña, quien promovió la reforma electoral de 1912 destinada a sumar a las libertades civiles de 1853, las libertades políticas. Sáenz Peña falleció en 1914 y asumió la presidencia Victorino de la Plaza, otro típico exponente del régimen conservador. De la Plaza convocó a las elecciones de 1916 que, como es de dominio público, consagró a Hipólito Yrigoyen como presidente. Su vice fue Pelagio Luna, quien falleció dos años después.
(Continuará)