Como en uno de esos embotellamientos de la vida, ese día Mauro Corrales vio que todo quedaba suspendido en el aire: inmóvil, mudo.
Natalia Pandolfo
Como en uno de esos embotellamientos de la vida, ese día Mauro Corrales vio que todo quedaba suspendido en el aire: inmóvil, mudo. Su mente se nublaba y nada de lo que hasta ese momento había existido seguía en pie. Un desastre, un derrumbe, una completa erosión de todo.
—Papá, tu nena no va a sobrevivir.
El hombre de blanco lo miró triste y él se tuvo que sostener de la pared. Estaba solo en el Hospital de Niños. Cintia había quedado internada en el Iturraspe, recuperándose de una cesárea y de un embarazo que la había maltratado bastante. Un día, a los cinco meses, Cintia se quejó de un dolor. La queja fue una melodía desafinada in crescendo. A las pocas horas del primer me duele había una internación y un diagnóstico: el problema no era de su cuerpo, sino del bebé que alojaba en él. Fue la primera vez de tantas que la palabra desesperación asomó en el horizonte de esta pareja de laburantes del barrio Los Troncos. Desde entonces, gastrosquisis empezó a formar parte de la paleta de palabras cotidianas de la familia.
Un diccionario de medicina cualquiera define al cuadro como un defecto congénito en el cual los intestinos del bebé están por fuera del cuerpo, debido a un orificio en la pared abdominal. Mauro lo explica con las palabras que le enseñó el tiempo: “Queda como un agujero por donde se le salen los órganos para afuera, y crecen sin límite. Es como una semillita en el frasco: si le ponés la tapa crece hasta ahí nomás, pero sin la tapa...”
Los órganos abultaban la panza de la mamá: visto desde afuera parecía un embarazo cuádruple, quíntuple. A las 33 semanas, se impuso la cesárea. Fue el 14 de agosto del año pasado e implicó gran operativo: cuando Emma llegara al mundo, habría una ambulancia lista para volar hasta el Hospital de Niños, adonde la iban a estabilizar. Médicos, enfermeros, familiares, todos estaban preparados para el momento.
Pero cuando llegaron a la cima de la montaña rusa de nervios, se encontraron con un cuadro desolador: hígado, intestino grueso, intestino delgado, todo estaba allí, fuera de lugar. Mauro lo cuenta y aún se impresiona. Y recuerda las palabras de alguien vestido de chaqueta que por primera vez le dijo que no sabía. Recuerda esa expresión, vuelve a pasar por el cuerpo esa necesidad urgente de que le dijeran que sí, que su beba iba a salir, que todo iba a estar bien.
Cuando llegaron al gigante de calle Mendoza, la nena estaba ya morada. Se cruzó con el cirujano y le imploró. Que iban a hacer todo lo posible, de eso se acuerda. Se aferró a esa promesa para atravesar solo las horas de espera, pesadas, espesas.
Tres horas después lo llaman: cambio de planes, Emma no iba a ingresar al quirófano. No había chances de que eso fuera a salir bien. Recién entonces cayó: la vio rodeada de cables, indefensa, perdida en ese envase monstruoso, y lloró por primera vez. Lloró amargamente, sin poder parar, y le pidió a Dios que se la llevara. Por los pasillos iban y venían médicos, residentes, enfermeros: era un caso único, no por el cuadro en sí, sino por la magnitud. “Nunca vi una cosa igual, ni siquiera en Internet”, le confesó uno.
Cintia, desesperada en su encierro, finalmente pidió el alta voluntaria. Mauro trataba de suavizarle la realidad, pero su expresión no se lo permitía. El médico había sido claro: “Estamos esperando que tu bebé se muera. Es impresionante lo que se formó por fuera. Su cuerpito no tenía capacidad para cobijar los órganos. No sabemos qué hacer. Hay una posibilidad de que el cirujano la lleve al quirófano y ver qué pasa, pero no puedo darte ninguna esperanza”.
Cintia había alcanzado apenas a verle el pelo y a escucharla llorar: a esos dos recuerdos se aferraba con uñas y dientes. “Ella va a estar bien. No te preocupes”, le repetía a su marido, como un mantra. Y se encomendaron los dos con fuerza a esa lejana posibilidad.
La espera fue un túnel oscuro. Allí estaban, Mauro y Cintia aguardando lo peor; sus familiares y amigos, sosteniéndolos. Uno de esos momentos que parecen una pausa eterna en el devenir. Estaban preparados, si es que acaso eso es posible, y se consolaban. Hasta que el cirujano salió del quirófano, desconcertado. No le salían las palabras.
“No puedo creer que lo haya soportado”, les dijo. Y les explicó que había logrado introducirle un poquito de intestino y ponerle una bolsita que se llama silo, que serviría para contener al hígado y a los intestinos desde afuera, para que no se contaminaran.
El proceso fue largo —aún lo es. Los pequeños pedacitos de intestino que habían ingresado al cuerpo comenzaron a funcionar y a desinflamar lo que quedaba por fuera. Los médicos pasaban, hacían torniquetes, pruebas de todo tipo. Fue un largo trabajo de prueba y error. Desfilaron infecciones varias, bombas de medicamentos, drenajes en el pulmoncito.
Neumonólogos, pediatras, oftalmólogos, cirujanos. Mauro y Cintia veían cerca suyo cuadros parecidos: chicos que se morían con el mismo diagnóstico y con tanto menos de gravedad. Mauro lloraba y desesperaba; ella lo retaba: “No llores. Emma va a estar bien”.
El alta llegó el 21 de diciembre: el regalo de Navidad más grandioso de sus vidas. La palabra milagro se coló en el diccionario familiar, en las copas levantadas, en el suspiro de alivio.
Emma hoy tiene diez meses y una pelotita por fuera de su cuerpo: es el hígado, que con mucha suerte quedó prendido del orificio y hace las veces de pared. Por sobre esa pelotita, como una flor que se abre mágicamente en medio de la nada, comenzó a crecer la piel.
Un día fueron a verla. Cintia le hablaba y le cantaba siempre a su hija, aún cuando estaba inconsciente. Ese día le habían sacado la sedación. La mamá acercó su mano a la de la beba, y sintió de repente cómo le apretaban el índice y la miraban a los ojos. Entonces sí, se dio permiso y se deshizo en lágrimas. Fue la única vez.