Se podrá estar de acuerdo con las opiniones del Papa, se podrá ser más o menos creyente, más o menos católico, pero lo que no se puede desconocer es su gravitación social y política y su ascendiente entre las clases populares y sobre toda la sociedad. La reciente gira en Ecuador, Bolivia y Paraguay así lo confirmó en toda la línea.
Multitudes salieron a recibir a la máxima autoridad de la Iglesia Católica, multitudes de todas las clases sociales. ¿Qué esperanzas, qué ilusiones, movilizan a tanta gente alrededor de una investidura? Difícil para un no creyente responder a estos interrogantes. Hay respuestas por supuesto, pero sospecho que todas son incompletas, como que no logran hacer explícita una realidad que puede ser abordada desde la sociología, la política o la historia, pero que no alcanzan para dar cuenta de un fenómeno cuyo centro es lo religioso.
No es necesario ser creyente para visualizar este acontecimiento. Los hechos están allí y hay que admitirlos, sin renunciar al esfuerzo de hacerlos inteligibles. Las pasiones que moviliza Francisco son innegables, pero ello no significa abdicar al derecho de la crítica en el sentido más justo de la palabra. El Papa posee una dimensión religiosa de indudable gravitación, pero no es infalible ni pretende serlo.
Dicho esto, corresponde señalar las líneas principales de su mensaje. En primer lugar, lo religioso. América Latina es el territorio donde la religión católica cuenta con más adhesiones. El primer Papa latinoamericano no desconoce ese dato, como tampoco ignora las dificultades que se le presentan a los católicos para sostener esta influencia. No se trata de retornar al clima de las guerras religiosas, pero está claro que la competencia existe y en todo caso lo interesante es que en lugar de resolverla por lo negativo, por el ataque -por ejemplo- a otras religiones, se resuelve por la vía de la presencia, por el esfuerzo en encarnar la dimensión religiosa con los problemas sociales, culturales y políticos que afligen a América Latina.
El Papa posee su lenguaje, un lenguaje que expresa el lugar, la perspectiva, de alguna manera la identidad desde donde piensa los problemas sociales. Es un lenguaje religioso pero inevitablemente marcado por el campo de las ciencias sociales. Temas como patria grande, capitalismo salvaje, neocolonialismo son controvertidos y merecen ser interpelados, pero para el caso que nos ocupa corresponde admitir que ese lenguaje del Papa no es arbitrario y ni siquiera le pertenece.
La Doctrina Social de la Iglesia no es nueva y, en todo caso, lo que hace Francisco es enfatizar algunos de sus aspectos o expresarla de manera más libre, sin los apremios nacidos en el contexto de la Guerra Fría, las presiones del marxismo o las aflicciones provocadas por la denominada Teología de la Liberación. Hoy la Iglesia católica, y este Papa en particular, disponen del privilegio de asumir la agenda social, libres de presiones ideológicas y políticas.
Hoy el Papa puede hablar “sin pelos en la lengua”, pero ello es la consecuencia de un proceso histórico complicado. Asimismo, la experiencia le ha enseñado que el rol de la Iglesia Católica no puede ser el de sostén espiritual de los poderosos. Tampoco puede mirar para otro lado en temas como la pedofilia o la vida rumbosa de más de un obispo. La Iglesia Católica seguirá siendo prudente y partidaria de los cambios graduales, pero lo cierto es que esos cambios existen y el Papa Francisco es, de alguna manera, la expresión de esos cambios.
Se sabe que en una institución milenaria como la Iglesia Católica los cambios son lentos, pero existen. No viene al caso referirnos a la “astucia” política de la Iglesia, nos basta con saber que existe, sobre todo para no subestimarla o exigirle cambios que seguramente serán justos pero que la Iglesia Católica se tomará su tiempo, su propio tiempo, para realizarlos. ¿Su reino no es de este mundo? Opinable, pero lo seguro es que los tiempos de ese reino no son los mismos que el del común de los mortales. Dos mil años de historia constituyen un capital social y cultural propio con sus propios tiempos y su propio horizonte.
Se ha dicho en estos días que el Papa está dominado por la ideología del populismo. Es posible. Siempre y cuando se advierte, a continuación, que esa ideología es un valor secundario con relación a la identidad que no es liberal, populista o conservadora, sino religiosa con toda la carga y la ambigüedad que esa identidad sostiene.
Me gusta decir que el Papa se expresa con un lenguaje populista, pero más interesante que detectar lo que de alguna manera resulta evidente, es destacar los matices de ese discurso. El lenguaje del Papa tiene los tonos y los ritmos del populismo y seguramente tiene derecho a expresarse de ese modo. Lo que en particular a mí me importa son algunos de los tópicos que sostienen su discurso. Populista, pero admite el diálogo; populista, pero critica el culto a la personalidad; populista, pero denuncia la corrupción de los gobernantes; populista, pero defiende el derecho de los que piensan distinto y reconoce la identidad de los no creyentes; populista, pero está a favor de la paz y de las soluciones políticas pacíficas; populista, pero cuestiona las manipulaciones del poder. Pues bien, con populistas así yo no tengo demasiados problemas.
Por supuesto que hay temas a discutir y está bien que así sea, pero el contexto que abre el Papa para abrir ese debate es promisorio. Insisto en que hay temas que siempre serán controvertidos, pero así como es importante destacar las diferencias, interesa detectar los acercamientos, los lentos y trabajosos acuerdos a los que se arriba sin que nadie renuncie a su identidad.
Todos los temas son opinables. La crítica a las sociedades consumistas, por ejemplo, da lugar a un debate que no es nuevo y aún no está saldado. Pregunto: ¿Qué diferencias hay entre esa crítica y la que sostienen los marxistas con el término alienación y enajenación? Es probable que la Iglesia no haya resuelto aún su relación con la modernidad y el capitalismo, pero sería una burda simplificación suponer que sigue prisionera de los prejuicios ultramontanos de otros tiempos. Es probable -insisto- que conceptos como “patria grande”, den lugar a que los historiadores hagan las observaciones del caso. Algo parecido sucede con conceptos como neocolonialismo, para no hablar de temas mucho más controvertidos como el aborto. Las diferencias existen y sería necio negarlas, pero convengamos que hoy se manifiestan en un terreno mucho más fértil y eso es en todas las condiciones una buena noticia, una muy buena noticia.
El liderazgo del Papa es espiritual, religioso y en tercer lugar, político. Su prédica incide sobre la realidad, pero como él mismo se encarga de expresarlo, las soluciones sociales y políticas dependen de los pueblos y del rol que se asignen las clases dirigentes. La pobreza, la ignorancia y la corrupción -por ejemplo- existen en Paraguay, pero a esas llagas deberán resolverlas los propios paraguayos.
El Papa puede denunciar el pecado de la pobreza, o criticar a los corruptos o señalar que ser católico es algo más que ir a misa, que no se puede ser católico sin ser solidario o sin manifestar una preocupación real por los pobres. El Papa puede decir esto y mucho más, pero los cambios dependen de los propios católicos o de las propias sociedades y esta es una observación que el Papa se preocupa muy bien en hacer.
Por supuesto, no todas han sido flores en su visita. El presidente de Ecuador, Rafael Correa, no disimuló su fastidio por el mensaje de un Papa que criticó la concentración del poder y la persecución a los que piensan distinto. “¿Acaso el Papa ha ganado alguna elección para tener la autoridad moral de opinar?”, exclamó Correa muy suelto de cuerpo. Algo parecido dijo Stalin en su momento y algo parecido suelen decir los déspotas de cualquier signo.
El Papa pasó y se fue. Queda presente su mensaje y su testimonio; su sensibilidad y su carisma; su lucidez y sus desafíos. Más no se le puede pedir a un Papa. Tampoco menos.
Por Rogelio Alaniz