Hay que irse muy atrás en el archivo para encontrar una foto de Calanchini sin sus típicos anteojos oscuros y redondos
POR NATALIA PANDOLFO
“Cuando sabes que es la última vez en tu vida que ves a alguien, te parece que vas a volverte loco”. (Sándor Márai, “La mujer justa”).
Hay que irse muy atrás en el archivo para encontrar una foto de Calanchini sin sus típicos anteojos oscuros y redondos. Mucho más atrás, una melena larga, castaña y enrulada corona la cabeza dejando el centro apenas libre, como si adivinara el futuro.
En febrero de 2010, alguien entró a la casa taller del artista, en la Bajada Distéfano, y se robó todo. Sus imágenes, sus papeles, su cama, su heladera: todos los objetos que conforman eso que llamamos casa. Y se llevó también todos los objetos (un papel una carpeta un dibujo unos rollos de tela una idea) que configuran una obra.
“Era un lugar magnífico, mágico, por las dimensiones que tenía. Hicieron una mudanza completa con mi obra y con mis cosas”, dice él, como quien todavía se resiente de un viejo dolor.
Carpetas repletas de trabajos desaparecieron. Insumos, algunos traídos del exterior. Y material fotográfico de una película que había hecho. A la lista se le iban sumando cosas con el paso de las horas: uno no tiene idea de lo que le falta hasta que va pasando el tiempo y se da cuenta, como en una mala metáfora.
Ricardo dice que tuvo que atravesar un duelo por las obras perdidas. Que nunca más quiso volver a ese lugar, aunque habían quedado cosas desparramadas por el piso, papeles que volaron hasta aterrizar en la lluvia que había regado generosamente el piso de la casa desvalijada. Había que cerrar esa etapa: ponerle un candado, empezar de nuevo: esas cosas que se dicen.
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Pasaron cinco años, los lentes ya están incorporados al elenco estable calanchesco, hay otros proyectos en mente. Un día suena el teléfono: habla una tal Sandra, de barrio El Pozo.
—Ricardo, tengo una noticia. Encontramos un montón de obras tuyas tiradas en un contenedor, acá en el barrio. Hay trabajos del puerto, de todo un poco.
Ricardo duda, piensa que será una broma; la chica insiste.
—Venite.
El hombre va desorientado, como si hubiera perdido la propia sombra. Flota en una escena surrealista de esas que tanto le inspiran. Recuerda cada obra: cómo la hizo, en qué contexto, por qué, qué quiso decir. Ya las había dado por muertas, y ahora.
—Te conozco, conozco tu trabajo. Soy artesana de la plaza Pueyrredón. Cuando vi eso en un contenedor a cinco cuadras de casa, agarré todo lo que pude y me lo traje. Y después busqué tu nombre en la guía. Pasá.
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Como en una galería distorsionada, van pasando frente a sus ojos uno por uno los trabajos, que en lenguaje de artista se traducen como hijos. El reencuentro tiene, como todo reencuentro, algo de nostalgia y algo de contradicción. Hay allí, obras que fueron expuestas en Estados Unidos, o en el Rosa Galisteo, o que participaron en salones.
En la casa de la artesana, hay una obra de Calanchini enmarcada: a veces el destino se planta con la potencia de una buena idea.
Ricardo llega al diario con un par de dibujos rescatados del olvido. Habla del reencuentro, intenta encontrarle palabras, no las halla. “Fue hermoso y fue tremendo a la vez”, dice.
Eran, entre terminadas y en proceso, 123 obras, y estaban en perfectas condiciones. “Quien las robó las guardó con mucho esmero. Al estar en un container, tenían basura encima, pero no estaban destruidas ni ajadas”, cuenta.
“Fue muy movilizador, porque el duelo ya estaba hecho. Abrir una carpeta y encontrarse cara a cara con cada obra es terrible, porque cada una de ellas habla de vos, te cuenta lo que pensabas cuando la hiciste. Ahora vuelven a estar conmigo. No serán ya para exponer; pero al menos las recupero”, dice. Las guarda y se va con su carpeta por el pasillo del diario, sus rulos canosos, pareciera que contento.