Donald Trump se presenta como la fulgurante estrella del Partido Republicano. Las encuestas -si le vamos a creer a ellas- aseguran que será el nuevo candidato a presidente y sus seguidores no vacilan en afirmar que más que candidato será el nuevo presidente de EE.UU. Extrovertido, desaforado, brutal, expresa las versiones más primitivas y reaccionarias de un partido que en los últimos años se ha jactado de contar con reaccionarios relevantes.
La sensación que provoca el candidato es que declara lo que se le viene a la cabeza. Discute con una periodista y acto seguido le reprocha su menstruación; habla con un dirigente republicano y le saca en cara estar casado con una mexicana; se enoja con China y los califica de “amarillos”; se opone a la teoría del cambio climático y no tiene reparos en acusar de comunistas a los que la defienden; no se anima a descalificar a Obama por el color de la piel, pero insiste ante quien lo quiera escuchar en que miente con su partida de nacimiento.
Trump se considera un predestinado a la Casa Blanca. Fe y confianza en sí mismo le sobran. También le sobra la plata. En primer lugar, integra la lista de los hombres más ricos del mundo, según las mediciones de la revista Forbes. Su fortuna personal supera los cuatro millones y medio de dólares, aunque otras investigaciones aseguran que sus bienes reales duplican esa cifra.
Por lo pronto, es el presidente de la Trump Organization y la Trump Entertainment Resorts. Sus inversiones inmobiliarias incluyen rascacielos como Trump Worder Tower -de setenta y dos pisos-, calificado por algunos arquitectos exigentes como un verdadero adefesio. Las redes de su actividad empresaria se desparraman por muchos Estados de EE.UU. y en países emblemáticos como Panamá, Caribe y Brasil. A los casinos y hoteles sumó el negocio de Miss Universo. Ojo para los negocios no le falta; tampoco iniciativa y audacia.
El hombre se presenta como el candidato que ha probado cómo ser millonario en un país donde esa aspiración parece ser uno de sus mitos más consistentes. Tan convencido está Trump de esta virtud que ha escrito libros con títulos sugestivos: “Por qué queremos que seas rico”, es uno de los libros más vendidos; el otro, más que sugestivo es contundente: “Piensa grande y patea traseros en negocios y en la vida”. Los libros se han vendido como pan caliente, aunque, claro está, sospechamos con buenos fundamentos que la historia nunca los reconocerá como aportes a la literatura o al pensamiento universal
Trump nació el 14 de junio de 1946 en un hogar empresario de ascendencia alemana. Con los negocios se enredó desde muy joven, pero una de las claves de su publicidad actual es que en cierto momento estuvo a punto de quebrar, pero gracias a su voluntad de acero y a su capacidad de decisión, logró no sólo impedirlo sino que ese “incidente” representó el punto de partida real de su actual fortuna.
Presbiteriano convencional, defiende posiciones conservadoras en materia de familia, pero ello no le ha impedido casarse y divorciarse varias veces. Como se dice en estos casos, las exigencias valen para los otros, no para mí. Curioso escritor de libros. Se jacta de no tener biblioteca y en una entrevista admitió que no estaba dispuesto a perder el tiempo leyendo obras de ficción; es más, aseguró con jovial desparpajo que cuando había intentado arremeter contra una novela nunca pudo concluir la lectura. Atendiendo a sus opiniones y a sus comportamientos, hay muy buenas razones para creer al pie de la letra en lo que dice.
Digamos a favor de Trump que no se priva de disimular sus opiniones y que a su manera es muy sincero. De los inmigrantes mexicanos ha dicho que son corruptos, delincuentes y violadores. Sus declaraciones le han causado algunos problemas con sus empresas faranduleras, particularmente las dedicadas a la promoción de Miss Universo. Canales de televisión como Univisión, Teletica , Televisa y NBC, suspendieron sus contratos de transmisión en repudio a sus palabras.
También tuvo problemas con las mujeres y los negros. Algunas de sus ex empleadas lo acusan de machista, prepotente, maleducado, violento y grosero. Las imputaciones parecen no afectarlo, es más, daría la impresión de que lo estimulan a nuevas bravuconadas y vulgaridades. Su incidente con una periodista pareció superar todos los límites, pero todo parece indicar que este hombre no conoce límites. Uno de sus colaboradores inmediatos renunció después del escándalo, pero Trump resolvió el problema diciendo que su empleado no había renunciado sino que él lo había echado.
Lo cierto es que cada una de sus intervenciones en lugar de restarle votos le suman, sobre todo entre el electorado republicano. Es como que dice y expresa todos los prejuicios que un republicano clásico quiere escuchar. Trump odia -o por lo menos tiene serios prejuicios discriminatorios- a los negros, los mexicanos y las mujeres; ama el dinero y el rasero moral para medir la condición humana depende del tamaño de su fortuna. Cree en las virtudes de la guerra, descree en los argumentos del llamado cambio climático y supone que el mundo y la gente existen para que él pueda llevarlos por delante. John Wayne y Charlton Heston seguramente estarían chochos de la vida con él. No creo que lo mismo ocurra con Clint Eastwood.
Curiosamente, los principales preocupados por el ascenso imparable de Trump son los propios republicanos, algunos de sus veteranos dirigentes que saben muy bien que con un candidato con esas propuestas los Demócratas ganan las elecciones de orejita parada. Es más, algunos de estos dirigentes han escrito artículos y folletos explicando por qué no hay que votar a Trump, pero sobre todo preguntándose cómo pudo ser posible que un candidato con estos atributos conquiste la simpatía de la platea republicana.
En realidad, los viejos republicanos no deberían extrañarse de nada. Trump no es un extraterrestre o una planta exótica llegada desde el espacio estelar. Por el contrario, sus fobias y miedos son los que los republicanos más han cultivado y estimulado en los últimos años. Lejanos y remotos parecen los tiempos del partido que luchaba contra la esclavitud, el partido que contaba entre sus afiliados destacados a un hombre como Abraham Lincoln.
En el siglo XX, los republicanos han promovido presidentes que la historia recuerda: Tehodore Roosevelt, Ike Eisenhower o el propio Richard Nixon fueron presidentes controvertidos, pero de una estatura política muy superior a la de este candidato. La situación es tan escandalosa que hasta alguien como Jeb Bush parece, comparado con Trump, un candidato sensato. Dato para coleccionistas: Bush es el menor de la dinastía, fue gobernador de Florida y para escándalo de Trump, está casado con una mexicana, mujer que en la actualidad encabeza la campaña contra el hombre que pretende echar a los mexicanos de EE.UU.
Del partido republicano salieron los neocons, una versión renovada del conservadorismo que tampoco hoy está de acuerdo con un candidato como Trump. Recordemos que uno de los intelectuales relevantes de los neocons fue Irving Kristol, un pensador político con el que se puede discrepar, pero no desconocerle su calidad teórica y condiciones para pensar la política.
De todos modos, insisto en que los republicanos han hecho méritos más que suficientes para merecerse a un personaje como Trump, al que ahora no saben cómo ponerle límites. Algunos de sus dirigentes piensan que en algún momento las aguas se van a tranquilizar y Trump pasará a ser un mal recuerdo. A decir verdad, razones tienen para estar afligidos. En realidad, no hace falta ser un afinado político para suponer que si se rechaza el voto de los latinos, los negros, los gays y las mujeres, el destino es perder las elecciones.
Con cierto tono de humor, un periodista de Nueva York observó que la persona más interesada en que este millonario sea el candidato a presidente de los republicanos es Hillary Clinton. Humorada o no, resulta más que obvio que a los demócratas -cualquiera fuera su candidato- no le costaría demasiado derrotar a un búfalo salvaje y primitivo como Trump.
por Rogelio Alaniz [email protected]