Fotomontaje: Alejandro Moulins (El Litoral)
Adolfo pone la alarma unos minutos antes. El auto está en el taller, deberá viajar en colectivo. Consulta cuánto sale el pasaje, se escandaliza, putea, deja las monedas sobre la mesa.
Fotomontaje: Alejandro Moulins (El Litoral)
POR NATALIA PANDOLFO
Adolfo pone la alarma unos minutos antes. El auto está en el taller, deberá viajar en colectivo. Consulta cuánto sale el pasaje, se escandaliza, putea, deja las monedas sobre la mesa. Va al dormitorio, acomoda la camisa amarillita planchada sobre el respaldar de la silla, el pantalón gris doblado sobre la raya y colgado en la percha, el saco encima. Saca los zapatos de la caja, viejitos pero lustrados; busca un par de medias, dice que descanses, lee las páginas de rigor, se duerme.
Toma el colectivo rumbo al banco. Ubica con la vista un asiento individual y lo ocupa. Mira afuera, trata de sacudirse el agobio que lo acompaña cada mañana, desde hace tantos años. Nunca terminará de detectar cuál fue el momento en que su vida se entintó de gris.
Dos cuadras después sube un vago con su guitarra cruzada sobre la espalda. Habla unas palabras cómplices con el chofer, pela la guitarra, prueba un par de acordes.
—Buenos días estimados pasajeros si me permiten los voy a acompañar con un par de temitas para alegrarles la mañana.
Él se revuelve en el asiento. Se fastidia, se incomoda. El hombre se ha parado a su lado. Justo a su lado: la boca de la guitarra parece apuntarle como un misil. Gira más la cabeza: si al menos tuviera el valor para pararse y huir.
El vago canta bien y toca bien. Él lo sabe: de chico lo han mandado a estudiar música. “No importa lo que quieras ser cuando seas grande: que la música te acompañe adonde vayas”, le ha dicho siempre su madre. Hoy las palabras le suenan a maldición.
El vago toca una milonga: se ríe, le arranca una sonrisa a una chica que está sentada adelante. El hombre lo mira de reojo: camisa a cuadros, pantalón negro tipo ombú, zapatillas sucias como una papa, la boina que le recorta la cara de descarado.
La canción termina, el tipo piensa gracias a dios, nadie aplaude. El vago no se amilana:
—Y ahora vamos con algo de folclore, ¿les gusta el folclore? -dice y pisa con un acorde para ganarle al silencio.
El colectivo dobla, el vago hace malabares para sostenerse en pie. Se aferra a la guitarra como si fuera un árbol, como si no fueran a desparramarse juntos por el piso en caso de...
—Tanto correr pa’ llegar a ningún lado...
El pibe canta y el tipo bufa y piensa que debería haber una ley que prohíba, pero qué va a haber, si este país es cualquier cosa, si los presos cobran más que los jubilados, y pasa las cuadras rumiando un rosario de cosas que ha escuchado por la televisión.
—La vida me han prestado y tengo que devolverla -sigue el pibe. Al fin termina.
—Gracias por los aplausos.
El auditorio móvil sale finalmente de la inercia y regala unas palmadas de reconocimiento. El vago pasa por los asientos: todo el mundo le da un billete. El tipo se sorprende, refunfuña en su desafinado concierto interior.
Al fin el artista se baja; él lo hará unas cuadras después. Fichará, saludará, su diario, su café. A media mañana pedirá permiso a su jefe para salir a hacer un trámite al centro. Caminará rápido las cuatro cuadras. En el camino, se cruzará con el vago: sentado en una mesita en la peatonal, su boina sobre una silla, su guitarra apoyada, toma un café y fuma al sol. Se lo ve dichoso, pleno. Este país no cambia más, pensará el señor, y volverá corriendo a su jaula.