Natalia Pandolfo [email protected] Cuando cerré la puerta de mi casa, supe que sería para siempre. Atravesé el pequeño jardín, crucé el umbral y caminé los ciento veinticinco pasos por la vereda hasta la cochera. Abrí el candado, saqué el auto, lo mismo de todos los días. Sólo que esta vez, en vez de enfilar para la oficina, orienté la marcha hacia la autopista. Encendí la radio, bajé la ventanilla y respiré hondo por primera vez en mucho tiempo. —Harta estoy. No quiero nada de vos, nada. Ni la casa, ni el auto, ni plata. Que te vayas, nada más. Mi mujer hablaba mucho y decía siempre cosas exageradas, brutales. Yo ya me había acostumbrado, y ella también: sabía que luego venían las disculpas, la marcha atrás, el café amargo de la convivencia y la rutina. —Ni para pedir un aumento tenés coraje. Ni para decirle a tu vieja que te deje de joder. Un inútil, Dios mío, me casé con un inútil. Qué no daría por volver el tiempo atrás. Tan extralimitada, ella. Tan temperamental, tan fumadora, tan flaca. Me hablaba de los años perdidos de la juventud y esas cosas. Tenía razón en algunas: yo no era lo que se dice un guerrero, pero nunca lo había sido, en eso no había estafa. En todo caso era ella la que se había desenamorado, con el mismo capricho con el que se enamoró algún día que ahora se desdibujaba en el calendario. —Si al menos me hubieras dado un hijo. Mis hombros se habían hundido bajo una joroba que tenía más de simbólica que de real. Andaba siempre lento, demoraba el trayecto a la oficina como quien no quiere desprenderse de un bien que, sabe, tendrá que vender. Mis amigos ya no me decían nada: había pasado el tiempo prudencial que los amigos se toman para decir algo. —Te pensás que sos macho porque tenés el poder sobre el control remoto. Ella, tan frontal. En algún tiempo la había querido así de loca: ahora no, ahora sentía que me faltaba espacio cada vez que compartíamos la cocina, el comedor o la cama. Sentía el aire asfixiándome, recortándome los espacios hasta dejarme sin respiración. Lo último fue inaceptable. La gota que colmó el vaso, o cualquier metáfora berreta utilizable en estos casos. —¿Qué te hacés ahora, el pendejo? Había tenido el impulso -un último impulso, un manotazo de ahogado (o cualquier metáfora berreta utilizable en estos casos)- de hacerme un corte de pelo. Un corte distinto. Fui a la peluquería de siempre, pero esta vez le indiqué al peluquero un par de cambios. Cuando el hombre terminó su trabajo, me miré al espejo y me sentí contento: hasta se me dibujó media sonrisa en la cara ajada. Hacía mucho que no vivía esa sensación. Esa noche, como siempre, no contesté a la provocación. Esperé que ella se durmiera, con su sueño pesado y lleno de sobresaltos. Miré su contorno por última vez. Escuché por última vez a los grillos que me habían acompañado durante tantas noches en vela. Busqué un bolso de tela, metí la billetera, las llaves, una muda de ropa y los documentos, y atravesé la casa en silencio. El ruido de la puerta al cerrarse retumbó en mi cabeza como una explosión.