Mucho se ha teorizado sobre el “enano fascista” que, supuestamente, todo argentino medio lleva dentro. Sin embargo, la tendencia a denigrar y vapulear al que se encuentra en inferioridad de condiciones no parece ser una cuestión de ideologías, sino una reacción típica de quien se siente frustrado por sus propias circunstancias. Y en un país como la Argentina, existen suficientes razones para estarlo. En los últimos días, un puñado de pasajeros que viajaban a Miami en un vuelo de American Airlines increpó con dureza y se burló de Carlos Zannini, hombre de confianza de Cristina Fernández de Kirchner y ex candidato a vicepresidente de la Nación junto a Daniel Scioli. Lo abuchearon. Lo insultaron. Le gritaron ladrón y le exigieron que abandonara el avión. Apenas un día antes, Zannini había sufrido una circunstancia similar cuando llegó al estadio de la Bombonera, para ver el partido entre Boca y River. Este tipo de escraches no son una novedad en la Argentina. De hecho, fue el kirchnerismo -al que Zannini representa- el que se encargó de instalar esta pueril metodología para atacar a quienes pensaban diferente. El caso más emblemático fue, quizá, aquel simulacro de juicio popular organizado por la hiperkirchnerista Hebe de Bonafini en abril de 2010. Ese día, la titular de Madres de Plaza de Mayo y varios centenares de acólitos “enjuiciaron” a periodistas y referentes de la cultura que, supuestamente, habían colaborado con la última dictadura. En marzo de 2011, Bonafini volvió a las andadas. Esa vez, en el Día de la Memoria y frente al Congreso de la Nación, convocó a la gente a escupir las fotografías de periodistas, artistas, empresarios y otros personajes públicos. Entre los escupidores hubo decenas de niños llevados por sus padres. Mientras esto sucedía en la vía pública, comunicadores solventados con fondos estatales utilizaban las pantallas de la Televisión Pública y otros canales para hacer sentir el escarnio del poder a todos los que se atrevían a levantar una voz disonante respecto del relato oficial. En el país de los escraches, nadie puede estar a salvo. En febrero de 2013, el entonces viceministro de Economía, Axel Kicillof, debió refugiarse junto a su familia en la cabina de comando de un barco de Buquebús que viajaba desde Colonia hacia el puerto de Buenos Aires. Un grupo de pasajeros detectó su presencia y comenzó a insultarlo. Hace apenas una semana, le tocó al futuro director de la Biblioteca Nacional sufrir la violencia. Fue durante la apertura de la Feria del Libro, cuando el escritor y ensayista Alberto Manguel resultó hostigado por unas 30 personas mientras intentaba dar el discurso inaugural de la tradicional exposición. La división social y la intolerancia hacia quienes piensan diferente se acentuaron de tal manera en la Argentina que, seguramente, llevará mucho tiempo comprender que por este camino no existe ninguna posibilidad de lograr un verdadero y armónico desarrollo como sociedad. Ningún país tendrá un buen futuro cuando lo que se impone es la mezquina satisfacción se humillar al otro. El jefe de Gabinete, Marcos Peña, acaba de expresar la “preocupación y rechazo” del gobierno nacional ante los escraches que sufrió Carlos Zannini. Fue una reacción adecuada que permite alentar un atisbo de cambio en la cultura política y social de la Argentina. Quien crea que existen escraches buenos y escraches malos, está equivocado. Ningún país tendrá un buen futuro cuando lo que se impone es la mezquina satisfacción de humillar al otro.