Mani pulite de aquí, Mani pulite de allá. La expresión es usada hasta el cansancio. Estalla la corrupción en Brasil y se habla de Mani pulite; uno o dos jueces investigan en nuestro país a los funcionarios K y se menciona la inefable figura. Periodistas, políticos, vecinos, se refieren a ella para aludir a un episodio ocurrido en Italia hace casi veinticinco años. Sobre el tema no es necesario conocer los detalles para saber que Mani pulite (manos limpias) se refiere al operativo judicial realizado por un número indeterminado de jueces para intentar poner punto final a la escandalosa corrupción política que azotaba a Italia, corrupción que nadie ignoraba, que era pública y notoria y que comprometía a todos los partidos políticos involucrados en el poder, con un añadido que aportaba Italia de su propia cantera histórica: la presencia activa, intimidante y criminal de la Mafia en sus variantes napolitana, calabresa o siciliana.
Efectivamente, Mani pulite fue una gran movida anticorrupción protagonizada por jueces, fiscales y periodistas. Hubo detenidos, condenados y algunos fugitivos. Las crónicas hablan de suicidio, de uno o dos; demasiado para un régimen político cuyos integrantes hacía rato habían dejado de creer en el honor y la decencia. No fue un paseo. Dos jueces fueron asesinados en Sicilia: Giovani Falcone y Paolo Borsellino. A los dos les colocaron kilos de dinamita en la ruta por la que circulaban sus autos con sus escoltas y, en el caso de Falcone, con su esposa. Todos volaron por los aires; todos murieron.
La Mafia no perdonaba. Como alguna vez le dijera Tomasso Buscetta, un mafioso arrepentido, a Falcone: “Usted se hará famoso con estas revelaciones, pero desde ya le advierto que la Mafia se va a cobrar, antes o después, pero hasta que no lo maten la cuenta no va a estar cerrada”. Falcone fue asesinado el 23 de mayo de 1992 y Borsellino el 19 de julio de ese mismo año. No, la mafia no perdonaba. Esa verdad la había aprendido tarde el general Della Chiesa, quien supuso que el Estado que lo había apoyado para liquidar a las Brigadas Rojas, lo iba a apoyar con idéntico entusiasmo para liquidar a la Mafia. La emboscada en la que los sicarios lo asesinaron fue la crónica sangrienta de un final anunciado. Como dijera Buscetta: “Dudo de que el Estado quiera combatirnos; es nuestro socio y a la hora de tomar decisiones es más inescrupuloso que nosotros”.
La operación Mani pulite no cayó del cielo. La crisis económica de ese año, el fin de la Guerra Fría y una reciente reforma judicial que había ampliado las atribuciones de los jueces, crearon el clima, el contexto necesario. Se ha llegado a decir que el régimen de financiamiento político corrupto en Italia era tan perfecto que merecía el calificativo de científico. Los partidos en el poder acordaban con los empresarios la “mordida” que les correspondía por la obra pública otorgada. Todo estaba perfectamente organizado. Los empresarios ponían la plata, los políticos cobraban y al botín se lo repartían entre los partidos en el poder de acuerdo con su porcentaje de votos.
Tan perfecto era el sistema que hasta sus ideólogos -para denominarlos de alguna manera- encontraban justificativos destinados a tranquilizar la conciencia, o los restos de la conciencia de los más escrupulosos. Desde la constitución de la Primera República, todo el sistema político dominante se organizó para impedir que el poderoso Partido Comunista de Italia (PCI) llegara al poder. El problema era político pero también económico. El PCI disponía de recursos propios y de “la ayuda solidaria de la URSS”, el enemigo declarado para una Italia alineada con los EE.UU. ¿Cómo competir ante semejante maquinaria? Allí se gestó la idea de recaudar desde el Estado, de conformar la alianza entre políticos y empresarios alrededor de la obra pública. La Guerra Fría autorizaba esa maniobra y muchas más.
Como se podrá apreciar, el compañero José Luis Manzano no inventó nada nuevo. Robar para la corona era lo que venían haciendo mayoritariamente los políticos italianos desde la posguerra y, muy en particular, dos protagonistas centrales de entonces: Giulio Andreotti, de la Democracia Cristiana, y Bettino Craxi, del Partido Socialista. A esa alegre y productiva faena se sumaban empresarios, muchos empresarios ávidos de buenos negocios. Como dijera un famoso periodista de entonces: “El que no es extorsionable no puede hacer política en Italia”.
Todo comenzó en Milán. La fecha está registrada en las crónicas: el 17 de febrero de 1992, cuando el procurador Antonio Di Pietro detuvo con las manos en la masa al empresario Luca Magni y al dirigente socialista Mario Chiesa. Como suele suceder en estos casos, se trataba de un operativo menor, de una coima de siete millones de liras. Magni era el propietario de una empresa de limpieza y tenía que “ponerse” para que le otorgaran la concesión. Un clásico. En nuestros pagos, para personajes como Julio de Vido o Ricardo Jaime estos operativos eran hasta hace poco “papita pal'loro” y, en algunos casos, ni justificaría molestarse por una cifra tan irrelevante.
Pero lo cierto es que en Italia la detención de Magni y Chiesa fue un disparador. A partir de allí se creó la figura del arrepentido y los muchachos detenidos comenzaron a hablar. A hablar y algo más. En septiembre de 1992, por ejemplo, se suicidó el socialista Sergio Moroni. Los jueces, mientras tanto, no perdieron el tiempo. En esos meses, cientos de políticos y empresarios desfilaron por sus despachos. El tema fue tomado por los periodistas y el escándalo ganó la calle, una calle que sabía todo lo que ocurría, pero que ahora reaccionaba indignada, porque en esta vida pareciera que los periodistas y los jueces le otorgan a la noticia una inesperada legitimidad.
Nosotros no tenemos por qué sorprendernos. En estas tierras, el régimen cleptocrático de los K también encontró sus justificativos y sus propias coartadas. Como en Italia, robar para la corona se transformó en una actividad digna y cuando los periodistas y los jueces empezaron a ventilar la mugre, no se les ocurrió nada mejor que acusar a la alianza entre la prensa y la Justicia como un contubernio destinado a destituir a los gobiernos populares como el de la Señora. Nada nuevo bajo el sol.
Bettino Craxi merece un capítulo aparte. Decir que el dirigente socialista era un político de izquierda sería, tal vez, un abuso del lenguaje, pero ningún socialista renegó de él. Con su amoralidad y su cinismo, Craxi anticipó que se podía ser de izquierda y corrupto, anticipo que para esa misma época confirmaba Daniel Ortega organizando con los bravos combatientes sandinistas la opulenta y ampulosa rapiña nicaragüense.
Más de veinte citaciones judiciales hubo contra Craxi. Nunca se presentó. El Parlamento, asimismo, lo defendió con uñas y dientes. Como dijera años después el juez Di Pietro: “Los políticos se absuelven a sí mismos”. Una anécdota tal vez sea ilustrativa del clima de desvergüenza de ese tiempo. El Parlamento protegió a Craxi y a algunos de sus cómplices de la DC y, como consecuencia de esa suerte de victoria política, la cúpula del Partido Socialista organizó una fiesta en el Hotel San Raphael, donde empresarios, políticos y mafiosos brindaron y celebraron. Esto sucedió el 24 de abril de 1993. Entre esos empresarios había uno que se destacaba por su euforia. Era un íntimo amigo de Craxi y un hombre respetado y temido en Milán. Se llamaba, se llama, Silvio Berlusconi.
El operativo Mani pulite producirá numerosas condenas y liquidará al degradado régimen político de la Primera República. Un año y pico después, muchos de esos condenados estaban en libertad por buena conducta y otras bondades parecidas. Sin embargo, la Mafia sufrirá las consecuencias de esa tormenta judicial. Totó Riina y Bernardo Provenzano, capi dei tutti capi, darán con sus huesos en la cárcel. Craxi, condenado a más de veinte años de prisión se refugió en Túnez donde habría de morir en el 2000. Dos años después, las elecciones en Italia fueron ganadas por Berlusconi. ¿Contradictorio? Es probable, pero quienes se enojan, indignan o fastidian por estas realidades, deberían saber que lamentablemente la historia está plagada por estas contradicciones.
por Rogelio Alaniz [email protected]
Craxi, condenado a más de veinte años de prisión se refugió en Túnez donde habría de morir en el 2000. Dos años después, las elecciones en Italia fueron ganadas por Berlusconi.