por Rogelio Alaniz
El 15 de mayo de 1969 fue asesinado el estudiante Juan José Cabral por parte de la policía. Los hechos ocurrieron en la ciudad de Corrientes. Los estudiantes se movilizaban en protesta por el aumento del ticket del comedor universitario. Ese día, marchaban desde las puertas del rectorado hacia la plaza que, casualmente, se llamaba Juan Bautista Cabral. Las refriegas entre estudiantes y policías fueron cada vez más intensas; fue en esos tumultos en que murió este muchacho de veintidós años, nacido en la ciudad de Paso de los Libres y que cursaba el cuarto año de medicina. El entonces ministro de Interior de la dictadura militar, el señor Guillermo Borda, flamante autor de la reforma del Código Civil, declaró que la movilización estudiantil era injustificada, ya que no correspondía hacer tanto lío por un aumento insignificante del ticket del comedor universitario. Pobre Borda. No entendía nada. Él, como los principales funcionarios de la dictadura, suponía que Onganía duraría por lo menos veinte años. Según su particular versión de las cosas, el pueblo estaba ordenado y feliz con los militares en el poder, y el plan económico de Krieger Vasena era una de las grandes maravillas del mundo. Ni por las tapas Borda y sus conmilitones imaginaban que esa insignificante movilización, en la lejana ciudad de Corrientes, iba a escribir las primeras letras del certificado de defunción, extendido por la movilización popular, a la mesiánica dictadura presidida por el hombre que se creía elegido por Dios para gobernar a la Argentina. En efecto, los hechos se extendieron por todo el país y de una semana para la otra la paz de la dictadura dio lugar a las movilizaciones populares. En Santa Fe, los dirigentes estudiantiles de entonces convocaron a una reunión política urgente para movilizarse contra la dictadura. Las reuniones se celebraban en casas de estudiantes y el local del Sindicato de Artes Gráficas de calle Junín fue habilitado por el célebre Gringo Yacunissi, dirigente de la CGT de los argentinos, para la asamblea que decidió organizar la primera marcha del silencio, marcha que se inició en la esquina de La Rioja y San Martín y por esa calle avanzó casi hasta General López. La policía vigilaba pero no intervenía. Eran muchos. Según algunos veteranos, nunca se había visto a tantos estudiantes en la calle, después de casi tres años de silencio. Los estudiantes no estaban solos. El movimiento obrero, sus sectores más combativos, declararon los paros activos nacionales. Mientras tanto, las marchas estudiantiles recibían el apoyo de mujeres y hombres que se asomaban a las ventanas y a los balcones de las casas para saludar a los manifestantes. La clase media expresaba una vez más a través de los estudiantes su rechazo al régimen militar. Los sucesos se precipitaban. En esos días en Rosario una movilización obrera y estudiantil fue reprimida por la policía y, como consecuencia de ello, murió el estudiante Adolfo Bello. Días después, fue asesinado el adolescente de quince años, Eugenio Blanco. En Tucumán, La Plata, Córdoba, Bahía Blanca, las movilizaciones crecían y, en todos los casos, los manifestantes no disimulaban su rechazo a la dictadura. Me atrevo a afirmar que a partir de la muerte de Cabral la dictadura militar no tuvo tregua. Ni la represión, ni los cambios de nombres en la cima del poder lograron restaurar el consenso definitivamente perdido. A Onganía le sucedió Levingston y a Levingston, Lanusse, quien convocó al Gran Acuerdo Nacional y negoció el retorno de Perón. Insólito. El régimen militar se vio obligado a hacer lo que en otras circunstancias ni en broma se le habría ocurrido. Un general de abierta filiación antiperonista como Lanusse fue el que acordó el retorno de Perón, ante la furiosa impotencia del puñado de militares que en su momento se habían juramentado a no permitir jamás el retorno del tirano prófugo. A partir de ese 15 de mayo el movimiento estudiantil no dejó de salir a la calle, organizar actos relámpago y radicalizarse ideológicamente. La radicalización ideológica: ¿desgracia, tragedia? Difícil una respuesta exclusiva. Respondió a muchos factores, pero esa fatalidad por la cual se pagó un precio tan alto, también se la debemos a Onganía y a la satrapía de milicos y reaccionarios que se las ingeniaron para crear condiciones culturales que hicieron posible suponer que la única alternativa a la dictadura era la lucha armada y el socialismo en cualquiera de sus vertientes autoritarias. Fueron estos majaderos los que se las ingeniaron para que se asocie la palabra democracia con proscripción y mentira: también fueron ellos, con su crónicos fragotes y sus políticas brutales e insensibles, los que lograron que en una América Latina con problemas sociales desgarrantes se creyera que a un régimen de violencia sólo se le puede oponer la violencia. Los resultados, como todos sabemos, fueron trágicos. Hoy con el diario del lunes resulta más o menos cómodo arribar a estas conclusiones, pero casi medio siglo atrás los impulsos juveniles y rebeldes, los afanes de justicia, eran arrebatadores. En aquellas jornadas de mayo de 1969, la euforia contra la dictadura parecía ser el sentimiento dominante. Hasta los crapulosos dirigentes de la CGT de Azopardo se veían obligados a posar de combativos ante la presión de sus propias bases. El 29 de mayo de ese año estalló el Cordobazo. Los obreros y los estudiantes de Córdoba prácticamente llegaron a tomar la ciudad. Los enfrentamientos callejeros continuaron hasta la noche. El espectáculo a esa hora era dantesco. El sueño corporativo y fascista del interventor Caballero concluía en pesadilla. Un año después, otro Cordobazo arrojaba a las letrinas de la historia al interventor Uriburu que había prometido, con tono inquisitorial y espasmos clericales, abatir a la víbora de la subversión. Aquellos tumultuosos acontecimientos de fines de los sesenta y principios de los setenta hoy son historia. Las tragedias y desgracias de aquellos años se contrastan con los entusiasmos y entregas generosas de gente que en su momento estuvo convencida de que era posible un país más justo y más libre. Innecesario decir que más allá de las buenas intenciones, los protagonistas también fueron prisioneros de las celadas tendidas en un tiempo en que las ideologías parecían dominar a la política. A su manera, y con las inevitables desprolijidades del caso, los pueblos fueron haciendo su aprendizaje. Hoy resulta desopilante que alguien pretenda justificar un régimen militar o legitimar una dictadura en nombre del orden o de cualquier otra coartada semejante. También las estrategias y, en más de un caso, los delirios ideológicos, de quienes creyeron que disponían de la clave secreta de la historia para hacer felices a los pueblos, se hicieron añicos ante las realidades siniestras de Camboya, el fracaso estrepitoso y criminal de los regímenes comunistas y esa árida estación del desencanto y la nada en la que derivó la otrora gloriosa revolución cubana. Hoy a aquellos sucesos los evocan los sobrevivientes de esos años con algo de nostalgia y algo de melancolía. Para las nuevas generaciones lo sucedido está demasiado lejos y, más allá de las simpatías o antipatías que puedan suscitar, lo cierto es que los dilemas que hoy deben resolver las nuevas generaciones tienen poco y nada que ver con las esperanzas y tribulaciones que agitaron a quienes en aquellos años también quisieron tomar el cielo por asalto. A la hora de pensar esta relación con el inevitable paso del tiempo y las arbitrarias jugarretas de la historia, tengo presente un texto del historiador inglés G. M. Trevelyan, quien sostiene que “La poesía de la historia reside en el hecho casi milagroso de que alguna vez sobre este planeta, sobre este pedazo de tierra que nos es familiar, caminaron otros hombres y mujeres iguales a nosotros, que pensaron sus propios pensamientos, dominados por sus propias pasiones y que ya no están, se desvanecieron uno tras otro, se fueron de la misma manera definitiva en la que desapareceremos nosotros, como fantasmas al amanecer”.
Los estudiantes no estaban solos. El movimiento obrero, sus sectores más combativos, declararon los paros activos nacionales. Mientras tanto, las marchas estudiantiles recibían el apoyo de mujeres y hombres. Se las ingeniaron para crear condiciones culturales que hicieron posible suponer que la única alternativa a la dictadura era la lucha armada y el socialismo en cualquiera de sus vertientes autoritarias.