Se dice que en Europa todos respiraron aliviados cuando se conoció el resultado final de los comicios celebrados en Austria. Por ajustados treinta mil votos, el veterano político del Partido Verde, Alexander Van der Bellen, se impuso al calificado y denostado ultraderechista Norbert Hofer. Europa, o los políticos profesionales de la Unión Europea, para ser más precisos, pueden efectivamente respirar aliviados por un rato, aunque me temo que la misma sensación no alcance a los austríacos, para los cuales la noción de la palabra “grieta” parece ser mucho más real y profunda que la que nos afecta a los argentinos.
Van der Bellen ganó las elecciones gracias a los votos por correo, porque hasta el escrutinio local, Hofer se imponía por dos puntos, una diferencia que en la primera vuelta llegó a ser de casi quince puntos. Por primera vez en más de medio siglo, los tradicionales partidos -socialdemócrata y conservador- quedaron rezagados en los últimos puestos Y también por primera vez, un candidato no perteneciente a esas tradiciones será el presidente de Austria. Para llegar a la presidencia, izquierdistas, progres de diferente linaje, conservadores, cristianos y liberales se unieron contra lo que calificaron como el enemigo principal. Al objetivo lograron cumplirlo: Hofer no será presidente, pero convengamos que no les sobró nada.
Por su parte, Van der Bellen es considerado hasta por sus adversarios como un hombre de bien. Con más de setenta años es un intelectual que se inició en el socialismo en los años sesenta y luego, como tantos, emigró hacia posiciones de izquierda consideradas renovadoras. Fue funcionario y legislador, y es por derecho propio, aunque a veces trata de tomar distancia, un político profesional, muy respetado por la clase política y por la refinada intelectualidad vienesa.
La moderada satisfacción de los progres por la victoria contrasta con los problemas que se avecinan en el futuro inmediato. En realidad, los problemas de Austria vienen de antes, para algunos observadores de bastante antes, y cada vez son más justificadas las dudas de que la actual coalición de poder pueda resolverlos. Por lo pronto, la sumatoria de las diferentes crisis: la económica, la de legitimidad de los partidos políticos tradicionales y la de darle solución al problema de los refugiados, explica por qué la mitad de los votantes de Austria optaron por un candidato como Hofer, quien jura y perjura que no es nazi, pero sus adversarios no cesan de enrostrarle esa imputación en un país donde esa palabra, en la actualidad, suele ser un insulto en amplios sectores de la población.
Si nos permitiésemos por un rato prescindir de las calificaciones y membretes, podríamos empezar a interrogarnos por qué, por ejemplo, más del cincuenta por ciento de la clase obrera votó por el “impresentable” candidato derechista. Es que, como dijera con cierto tono provocador un periodista español, son los trabajadores y no los intelectuales pertenecientes a las clases medias y altas, los que ven peligrar sus puestos de trabajo por la inmigración; y son ellos los que deben soportar en los barrios populares la convivencia con inmigrantes y refugiados, una presencia que lamentablemente coincide con el crecimiento de la delincuencia y la inseguridad.
Seguramente, habrá otras respuestas a las soluciones presentadas por Hofer para resolver estos temas, pero a esas respuestas hasta el momento los partidos tradicionales no las han presentado; por lo tanto, para los sectores más despolitizados o tradicionales, las soluciones simplificadoras y en algún punto brutales de Hofer tienen una inusitada recepción, un fenómeno que, dicho sea de paso, se presenta con parecida intensidad en países como Alemania, Francia, Holanda y Grecia, por mencionar a los más conocidos.
¿Es nazi Hofer? Dijimos que él rechazaba esa calificación, pero algo parecido hace la mayoría de los dirigentes de los partidos calificados de ultraderechistas en Europa. La imputación de “nazi” seguramente le permite a sus adversarios asustar a las clases medias, pero me temo que en las actuales condiciones no alcanza para explicar la complejidad de esta emergencia de partidos populistas y conservadores. Si de designaciones se trata, el partido de Hofer se define como liberal, una designación que por supuesto los liberales de Europa rechazan indignados. Hofer, efectivamente, lidera un partido que dice ser liberal (Anastasio Somoza también se decía liberal), una calificación que no hace más que poner en evidencia la pérdida de significados que han adquirido en los últimos años designaciones que en otros tiempos parecían estar cargadas de contenidos y que, en más de un caso, no era necesario explicarlas porque hablaban por sí mismas.
Hofer está muy lejos de ser un liberal en el sentido clásico de la palabra, pero habría que preguntarse seriamente si es un nazi. Sobre este tema, la discusión puede llegar a ser interminable, por lo que resultaría más interesante evaluarlo por sus propuestas prácticas y, en todo caso, luego ponerle el rótulo que se merezca y no a la inversa: rotularlo primero y después tratar de justificar ese encuadre con argumentos en más de un caso forzados.
Hofer moviliza los miedos y las aprensiones de una sociedad en crisis. El miedo a los inmigrantes, el miedo a la inseguridad económica, el miedo al vacío, despierta en las sociedades reacciones que en cierta medida son previsibles: exigencia de orden, exigencia de autoridad, necesidad de liderazgos fuertes y de chivos expiatorios. En la vida real, estos procesos suelen ser mucho más complejos, pero en sus líneas generales se manifiestan a través de estas constantes.
Convengamos que Austria es un país complicado. Ese brillante periodista y pensador de la crisis que fue Karl Kraus, alguna vez dijo que Austria siempre daba la sensación de ser el anticipo del fin del mundo. Por otro lado, da la impresión de que existe un desfasaje entre cierta imagen que los austríacos se han preocupado por cultivar en el mundo y su realidad cotidiana. El excelente director de cine que fue Billy Wilder -austríaco él- escribió alguna vez que su país tuvo la gran habilidad histórica de hacerle creer al mundo que Hitler era alemán y Beethoven, austríaco. Como toda consigna ganadora, la afirmación contenía una cuota de verdad, pero como toda consigna tramposa, esa verdad a medias disimulaba una mentira. Hitler en realidad nació en Austria y Beethoven, si bien vivió muchos años en Austria, era alemán.
Austria fue uno de los países cuya población con más entusiasmo apoyó la ocupación nazi: el famoso Anschluss, pero al concluir la guerra y ante las ruinas del Tercer Reich, su clase dirigente no tuvo ningún empacho en presentarse como aguerrida combatiente antinazi, solidaria protectora de los judíos y avanzada cultora de la social democracia. Como suele ocurrir en estos casos, caído Hitler, en Austria nadie pareció haberlo apoyado alguna vez. Las multitudes que salieron a la calle alborozadas y alborotadas a saludar a los soldados alemanes que desfilaban por sus ciudades con paso de ganso, parecían haberse esfumados o ser un producto de la imaginación de los enemigos de Austria. Mientras tanto, en el país profundo, en sus pequeñas ciudades y aldeas, en su bucólico mundo rural y en sus barriadas populares, ese sentimiento parece no haber desaparecido del todo.
Como es sabido, Austria, fue el corazón del imperio austro-húngaro que se deshizo sin atenuantes luego de la Primera Guerra Mundial. En esas condiciones, se constituyó la denominada primera república que naufragó sin pena ni gloria en 1938 ante la indiferencia de Francia e Inglaterra y la impotencia de Italia. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Austria se reconstituyó en versión social demócrata, o, para ser más preciso, en versión Estado de Bienestar. Los malos de la película entonces fueron los alemanes, mientras que los austríacos pasaron a la condición de víctimas. El acuerdo entre el Partido Socialdemócrata y el Partido Popular funcionó durante medio siglo. Precisamente, esa fórmula que en homenaje a nuestros usos criollos podríamos calificar de exitosa, es la que parece haber llegado a su fin, sin que quede en claro qué fórmula la reemplazará.
por Rogelio Alaniz [email protected]
El acuerdo entre los socialdemócratas y el Partido Popular funcionó durante medio siglo. Pero esa fórmula que fue exitosa parece haber llegado a su fin, sin que quede claro qué fórmula la reemplazará.