Por Rogelio Alaniz
El Papa Francisco sostuvo que como pastor no le quedaba otra alternativa que recibir a la señora Hebe de Bonafini. Imposible refutar esa argumentación en la que piedad y compasión se suman en un exclusivo acto humanitario. Los Papas son personas con grandes atributos, y uno de ellos es el de construir argumentaciones sólidas. En el caso que nos ocupa, Bergoglio sumó a sus explicaciones un toque de discreción y profecía: sostuvo que su distinguida visita podría manipular la entrevista: “Si lo hace, ya no es cosa mía”. Impecable. La inocencia y la culpa son claramente repartidas. El Papa es bueno, sus gestos son buenos y si existe una culpa no es la de él. Hebe Bonafini hizo lo previsible. ¿Podía esperarse otra cosa de la mujer que estudió diplomacia con Atila? Apenas salió de la entrevista lanzó rayos y centellas contra el presidente argentino. No conforme con ello, se tomó la licencia de decir que el Papa sospecha que hemos retornado a 1955, es decir a los años de la Revolución Libertadora, una suposición que, de todas maneras, requiere una aclaración, porque fue el año de inicio de la revancha gorila, pero también el tiempo en que la Iglesia Católica excomulgó a Perón responsabilizándolo de haber ordenado a sus seguidores el incendio de los templos, además de la legalización del divorcio y los prostíbulos. Sin la extraordinaria movilización de los fieles bajo la consigna “Cristo vence”, hubiera sido muy difícil derrocar al peronismo. La señora de Bonafini seguramente no conoce esos detalles, pero el padre Jorge no los debería ignorar, sobre todo a la hora de evaluar cómo le fue a la Iglesia Católica cada vez que intentó acercarse al peronismo. La observación incluye esa otra alianza de los curas con el peronismo, expresada en lo que se conoció como Sacerdotes para el Tercer Mundo, un movimiento muy interesante, muy bien inspirado, pero que concluyó con un peronismo que sumó inesperados militantes para su causa y una Iglesia que perdió sacerdotes en un tiempo en el que no es aconsejable tomarse esas licencias. Hebe Bonafini no fue sola al Vaticano. Su dama de compañía fue la señora Cascales, esposa de Guillermo Moreno. En principio, no hay derecho a sorprenderse. Moreno, como su esposa, han sido huéspedes privilegiados en el Vaticano desde que Francisco fue elegido Papa, una elección que incluyó en su momento la actividad militante de diplomáticos y operadores kirchneristas entusiasmados por informar a los cardenales que el señor Bergoglio había sido un verdugo de los sacerdotes asesinados en aquellos años. También para esa época la señora de Bonafini calificó al Papa de basura y asesino, joyitas verbales que Francisco perdonó en nombre del sufrimiento padecido por la señora de Bonafini. Seguramente, ese dolor explica también su alegría salvaje por la destrucción de las Torres Gemelas en Nueva York, el apoyo incondicional a los abnegados militantes de la ETA, las imputaciones racistas contra bolivianos y judíos, y los formidables negocios perpetrados con Sueños Compartidos y la Universidad Madres de Plaza de Mayo. Dos horas dicen que estuvo Bonafini con Francisco. No fueron en vano. Ella admitió luego que con el Papa al que calificó de fascista se había equivocado como en su momento se equivocó con ese otro abnegando humanista y filántropo social que fue Néstor Kirchner. La pregunta a hacerle a la señora Bonafini en este caso sería la siguiente: ¿pide disculpas porque cree que estaba equivocada o pide disculpas porque sus interlocutores, ayer Néstor, hoy Francisco, le dan la razón? No tengo respuestas a este interrogante y no sé si el Papa la tiene. Según un analista político, Francisco ya se considera cumplido con que esta mujer, que fue su enemiga furiosa, le haya pedido disculpas; según otro analista, el Papa lo que hizo fue legitimar con su entrevista a una mujer desprestigiada y algo gagá, para que desde una tribuna internacional lance sapos y culebras contra el gobierno argentino, insultos no muy diferentes a los pronunciados por algunos sacerdotes autodefinidos como villeros, quienes no han vacilado en pedir la renuncia de Macri, una petición que -Dios me libre- bajo ningún punto de vista merece ser calificada de destituyente porque cuando la voz del pueblo se identifica con la voz de Dios, todo está permitido. Nobleza obliga, corresponde señalar que ese sacerdote lúcido que se llama Casaretto estuvo muy oportuno al advertir que las declaraciones de la señora Bonafini no son una referencia para evaluar lo que realmente sucede en la Argentina. Dos horas -el Vaticano dice que una- estuvo el Papa con Bonafini; cuatro o cinco entrevistas le otorgó a la Señora, cartas y fotos para Milagro Salas. Es verdad que el tiempo no es la medida exclusiva para valorar políticamente una reunión, pero admitamos que hay que disponer de una excelente capacidad de inventiva para explicar por qué al presidente que eligieron los argentinos sólo lo recibió veintidós minutos y ni siquiera le concedió la caridad de una sonrisa. La diplomacia papal posee dos mil años de experiencia y hay que saber respetarla. De todos modos, a los simples mortales nos cuesta entender por qué era necesario proteger a Cristina de acechanzas reales o imaginarias, y no se tiene la misma consideración con el actual presidente, a quien desde que llegó al poder los seguidores de sus huéspedes en Roma quieren derrocar. Razones protocolares, señalan los voceros del Papa para explicar por qué para el presidente argentino no hubo ni siquiera una cartita deseándole feliz navidad o felices pascuas, sobre todo tratándose de un Papa que no vacila en escribir, hablar por teléfono y salirse del protocolo cuantas veces lo considera necesario. Llama la atención que para recibir a los señoritos de La Cámpora, con sus camisetas y pelotas de fútbol, sus bombos y sus vinchas, no hubo razones protocolares, mucho menos para Ella, que se paseó por la casa de Santa Marta como si fuera una Heidi inocente y juguetona. Razones protocolares. También esa causa se invocó para no recibir a las madres perseguidas por la dictadura de los Castro. Raro. Para agasajar a la Señora Bonafini, predominaron los valores humanistas del pastor, pero no ocurrió lo mismo para darle al menos un consuelo a las madres que en la actualidad padecen los rigores de una dictadura y que no encharcaron sus pañuelos con actos de obsecuencia y servilismo. ¿Raro o previsible? Me temo que tampoco estoy en condiciones de contestar a esa pregunta. Una aclaración. No soy de los que creen que el Papa es peronista. Bergoglio es, en primer lugar, un sacerdote de la Iglesia Católica. Sus lealtades no son con el peronismo sino con la institución a la que le ha entregado su vida. Es verdad que la Doctrina Social de la Iglesia tiene varios puntos de contacto con el peronismo, pero no son la misma cosa; además, no todos los sacerdotes interpretan a esta doctrina de la misma manera. Dicho esto, también es cierto que la sabiduría del Papa no excluye límites que son los que nos alcanzan a todos los mortales. Dicho con otras palabras, Francisco no es ajeno, no puede serlo, a las pasiones, prejuicios, aciertos y equivocaciones que nos acompañan a todos. Es probable que sus opiniones en materia de doctrina sean infalibles; no lo sé, pero sí sé que sus opiniones políticas no lo son. Y este Papa no sólo tiene opiniones políticas para la Argentina, tampoco las disimula. Está en su derecho, pero el resto de los mortales también poseemos el derecho de acordar o discrepar con cada una de sus opciones. En el caso que nos ocupa, el tema en debate no es tanto que le haya otorgado una audiencia a Bonafini, como que ese gesto parece inscribirse en una línea política coherente, una línea que, habilita, por ejemplo, abrirle las puertas del Vaticano a Bonafini y cerrárselas a Margarita Barrientos. Preveo la objeción. A Barrientos el Papa la invitó. Y Barrientos le respondió que por ahora no podía asistir, porque le dan miedo los viajes en avión y, además, porque estaba ocupada atendiendo a los comedores de los villeros. Respuesta impecable. Tan impecable como la del Papa justificando la visita de Bonafini. Imposible refutarlas a ambas, por más que todos sabemos que sus voceros nos están queriendo decir otra cosa.
Este Papa no sólo tiene opiniones políticas para la Argentina, tampoco las disimula. Está en su derecho, pero el resto de los mortales también poseemos el derecho de acordar o discrepar con cada una de sus opciones.