por Rogelio Alaniz
Al momento de escribir esta nota, el candidato liberal Pedro Pablo Kuczynski (PPK) se impone por algo más de cuarenta mil votos a Keiko Sofía Fujimori, una diferencia mínima que podría modificarse a último momento, aunque los encuestadores aseguran que con el noventa y siete por ciento del padrón escrutado, el triunfo de PPK ya es un hecho. Si estos pronósticos se cumplieran, Kuczynski sería por cinco años el nuevo presidente de Perú, aunque la noticia política más curiosa sería que por segunda vez la hija mayor del ex presidente Alberto Fujimori pierde una elección por la mínima diferencia. Cabe recordar que en 2011 Keiko fue derrotada por Ollanta Humala, con el dato curioso que entonces la candidata contó con el apoyo, más resignado que entusiasta de Pedro Pablo, quien consideraba, al igual que una significativa mayoría de los peruanos, que la bestia negra de la política era Humala, y que todo lo que se pudiera hacer para impedir que accediera a la presidencia un hombre que prometía atizar el indigenismo más beligerante, estaba justificado, incluso votar por la hija del detestado Fujimori. Lo cierto es que en 2011 ganó Humala y, como para advertir una vez más que en política nunca es aconsejable atarse demasiado a los pronósticos, ni bien asumió la presidencia, archivó su prontuario de nacionalista talibán y se comportó como un liberal adocenado y previsible, al punto que muy bien podría decirse que más que buena letra lo que hizo, mientras ocupó el Palacio Pizarro, fue esmerada caligrafía. Si se confirman las actuales cifras, a Keiko la habría derrotado la coalición política y social unida alrededor del antifujimorismo, una consigna que incluye el miedo al retorno de la corrupción en sus variantes más salvajes, la constitución de algo así como un narco Estado, más la libertad del propio Fujimori, una reivindicación que Keiko intentó desestimar ante la incredulidad de todo el espectro político, quien supone razonablemente que se hace muy difícil imaginar a la hija en la presidencia de la Nación y al padre entre rejas. Keiko insistió, a lo largo de su campaña, con terminar con la inseguridad y la pobreza, dos banderas que, dicho sea de paso, parecen integrar la agenda de la mayoría de los países de América Latina. En el caso de Perú, los altos niveles de crecimiento económico y la prolijidad de las cuentas fiscales han obtenido algunos resultados sociales significativos, pero hasta las informaciones más optimistas admiten que persiste un índice duro, que supera el veinte por ciento de pobreza e indigencia. Con relación a la inseguridad o, para ser más preciso, la criminalidad callejera unida al narcotráfico, Keiko intentó instalar la idea de que así como su padre en su momento eliminó la amenaza de Sendero Luminoso y encarceló a su jefe Abimael Guzmán, ella eliminaría sin vacilaciones y con la misma eficacia al delito organizado y desorganizado, promesas encantadoras que de todos modos no se compadecen con cierta realidad sórdida del fujimorismo, cuyas conexiones con el narcotráfico son para sus opositores más que evidentes. Ninguna de estas objeciones impidieron que Keiko se impusiera en la primera vuelta a sus rivales más inmediatos por alrededor de dieciocho puntos, motivo por el cual llegó a decir que la segunda vuelta no era más que un trámite formal ya que la mayoría de Perú esta vez estaba con ella, esta mujer de 41 años, hija mayor de don Alberto, la jovencita que con diecisiete años fue la primera dama porque su madre, Susana Higuchi, no sólo fue expulsada de los círculos del poder, sino sometida a rigurosas sesiones de electroshock, como un anticipo de lo que le esperaba si insistía en crearle problemas a su devoto esposo. Keiko no sólo reemplazó a la madre, sino que desde su adolescencia fue testigo, tal vez involuntario, de los crímenes y torturas cometidas por el tenebroso aparato represivo controlado por Vladimiro Montesinos, la mano derecha de don Alberto para esos civilizados menesteres. El escenario ideal para Keiko habría sido competir con Verónica Mendoza, la candidata de la izquierda, con quien suponía que sus chances electorales serían mucho más fuertes ya que, a la hora de elegir, las clases medias y altas hubieran rechazado cualquier posibilidad de giro a la izquierda. Lamentablemente para ella, el que obtuvo el segundo puesto fue Pedro Pablo, un economista de setenta y siete años que se desempeñó como ministro de Belaúnde de Terry y Alejandro Toledo y que es considerado un neoliberal a tiempo completo y un amigo incondicional de EE.UU., país en el que ha vivido más de la mitad de su vida, al punto que se afirma, sin faltar a la verdad, que habla mejor el inglés que el español. Ninguna de estas aparentes desventajas impidieron que desde la derecha a la izquierda se unieran para apoyarlo, no tanto por sus méritos como por representar la garantía real para frenar la llegada de una integrante del clan Fujimori al poder. Kuczynski será de derecha, pero su filiación ideológica no es muy diferente a la de Alejandro Toledo. Millonario, amigo de la buena vida, hijo de un alemán perseguido por los nazis, ama la música, se enorgullece de su colección de pinturas y para curiosidad de los cinéfilos es primo hermano de Jean Luc Godard y, a través de su segunda mujer, es pariente cercano de Jessica Lange. De todos modos, no son sus parientes los que le están permitiendo ganar la elección, sino, entre otras consideraciones que no deben subestimarse, su reconocido prestigio como economista y, sobre todo, como funcionario conocedor de los secretos del Estado. Su riqueza, su residencia en uno de los barrios más distinguidos de Perú, sus relaciones carnales con Wall Street, seguramente escandalizan a izquierdistas de viejo cuño, pero no producen modificaciones sensibles en las preferencias de un electorado acostumbrado o resignado a convivir con esa clase dirigente, cuya gravitación señorial sobre las clases populares es un atributo que nuestro patriciado criollo ha perdido hace muchos años. Si Pedro Pablo fuera elegido presidente, deberá abrir un espacio de negociaciones con el fujimorismo, una fuerza política controlada por un clan familiar, pero que cuenta con su propia lógica de poder que ha demostrado ser capaz de adquirir una relativa autonomía de sus jefes. En todas las circunstancias, lo que sí parece imponerse es esta tendencia de larga duración alrededor de un orden económico que en sus líneas generales responde a una lógica liberal y a la que se han debido adaptar presidentes de signo tan diferente como Toledo, Alan García y Humala. Todo hace pensar que si Keiko es derrotada su carrera política habrá llegado a su fin, una premonición que el primero que parece alentarla es su propio hermano Kenji Gerardo, quien no ha vacilado en anticipar que si su hermanita del alma no ganaba en este turno, para 2021 le toca jugar a él. Kenji tiene en la actualidad treinta y seis años, fue dos veces elegido diputado y es considerado el legislador más votado de Perú, gratificación que no le ha impedido comprometerse con algunos negocios que incluyen la compra y venta de cocaína. Si por temperamento o persuadida por las circunstancias electorales, Keiko debió moderar sus expresiones a favor de su padre, Kenji no hizo lo mismo y se ufana de ser el preferido de su padre, amor que está decidido a corresponder firmando la orden de libertad que tanto añora. O sea que, si bien durante cinco años Perú podrá ser gobernado por un presidente de signo liberal, esto no quiere decir que el país se haya sacado el fujimorismo de encima, ya que la posible derrota de Keiko habilita el turno para su hermano. Problemas para el futuro. Por lo pronto, Perú continuará con su itinerario liberal, aunque a un político perspicaz como Kuczynski no se le escapa que la mitad del país votó por la hija de Fujimori, y que la pobreza y la inseguridad siguen siendo asignaturas pendientes y un factor de descontento sobre el cual suele abrevar el populismo en cualquiera de sus variantes.
Si se confirman las actuales cifras, a Keiko la habría derrotado la coalición política y social unida alrededor del antifujimorismo, una consigna que incluye el miedo al retorno de la corrupción en sus variantes más salvajes.