Por Gustavo José Vittori
Por Gustavo José Vittori
Hacerse el loco es un trillado recurso en el mundo del crimen. Y más cuando el delincuente es sorprendido en un acto flagrante. Una de las nonagenarias monjas de encierro que habitan el monasterio trucho de General Rodríguez, en la provincia de Buenos Aires, dijo que José López es un hombre bueno pero que el día de la detención estaba “enloquecido”. Ni lerda ni perezosa, la abogada exhibicionista que asumió su defensa, cambió el escenario de la cumbiamba por el del Derecho Penal y se subió a la causa acompañada por sus fotos calientes en Internet mientras manifestaba que su presunto cliente no podía declarar porque padecía alucinaciones, argumento que pone en duda su propia designación. “Josecito”, entre tanto, aullaba como un lobo, golpeaba su cabeza contra las paredes y les pedía cocaína a sus custodias. El cuadro de sainete estaba completo y la escandalosa pieza teatral alcanzaba un rating extraordinario. El hecho es que la monja que perdió la claridad de sus respuestas y empezó a balbucear cuando un periodista lugareño le preguntó por la frecuencia de las visitas de López al “monasterio” y el volumen de sus donaciones, coincidió en el diagnóstico con la letrada bailantera: el hombre padecía locura temporaria. Así se insinuaba una línea de defensa que comenzó a diluirse apenas los médicos revisaron a López, le hicieron una tomografía y lo sometieron a las preguntas de rigor para concluir en un diagnóstico que separa el cuadro clínico de la simulación desesperada. Fiel a sí mismo, López marchó a prisión cargado con una mochila de indignidad. Y su defensora redujo el diagnóstico a un fuerte estrés. El loco repentino, que acosado lleva sus bolsos y valijas cargados con dólares, euros, relojes y un arma, entre otras yerbas, se dirigió a un monasterio que se parece a un aguantadero VIP si uno se atiene a la frecuencia de las visitas de altos funcionarios del mundo K. López no rumbeó para cualquier lado. Fue a un sitio de retiro espiritual del que la Iglesia oficialmente se desvincula, y en el que hasta su reciente muerte habitaba el obispo Rubén Di Monte, oscuro en sus comportamientos y muy próximo a los Kirchner y al sospechado Julio de Vido, de quien era “guía espiritual”. Es obvio que López, en su apuro, creyó ir a un lugar seguro, por más que ahora la monja balbuciente diga que el hombre bueno solía visitarlas una vez al año para llevarles, como muestra de afecto y generosidad, un poco de té y café. No hace falta ser muy sagaz para advertir que el calificativo no se corresponde con el nivel de los aportes, y que la familiaridad con la que pronunció el nombre de José tampoco se compadece con una relación de frecuencia anual. Todo encaja en el cuadro pérfido y a la vez grotesco del mundo K, en el que la realidad maquilla su apariencia hasta hacerse irreconocible. Sólo en un espacio político como éste puede verificarse un episodio que confirma las peores sospechas sobre el sistemático latrocinio del Estado y, para peor, en un lugar que no es lo que parece ser, un sitio que mezcla la religión con la unidad básica, por más que se vista con el ropaje de las Monjas Orantes y Penitentes de Nuestra Señora del Rosario de Fátima. Todos son disfraces en esta argentinidad al palo, incluido el de la abogada cumbiambera a la que nadie llamó, y que algunos analistas ven como una Mata Hari nacional y popular enviada por integrantes del núcleo duro del kirchnerismo para controlar de cerca al obnubilado José. Entre tanto, sus viejos compañeros de ruta se corren a distintas velocidades pero en una misma dirección de la vecindad con este monstruo corrupto que hasta ayer repartía amigables sonrisas desde el centro del más acendrado núcleo kirchnerista. Los diputados del FPV salieron a pegarle en dulce montón, con la consigna de crear un cordón sanitario en torno de Cristina Fernández de Kirchner. Ahora resulta que jugaba solo, cosa imposible para un secretario de Estado condicionado por los procedimientos burocráticos impuestos por la ley, normas que encadenan las acciones de los funcionarios a través de distintas oficinas y firmas habilitantes. No hay lobos solitarios en la administración pública, mucho menos cuando las conductas responden a un patrón sistémico. A semejanza de la naturaleza, donde estos temibles cánidos cazan coordinados y en manada, en las estructuras del Estado pasa otro tanto. El latrocinio reclama poder y método, si no es imposible. Argüir el comportamiento autónomo de “Lopecito” en un régimen caracterizado por la verticalidad de una jefatura férrea e indiscutible es un intento pobre que ensancha la creciente distancia de ese sector con una sociedad curtida por las estafas y los desengaños. Las declaraciones de integrantes del bloque de diputados del FPV contra su ex compañero “autonomizado” me recordaron al mismo grupo, cuando en el mismo lugar se condolía para las pantallas del suicidio de Alberto Nisman, mientras la maltratada escena del crimen olía a homicidio y apuntaba al poder. Parecidos que sugieren un método para tapar realidades que hoy se cuelan por las fisuras de un relato insostenible. Todo termina.
Todo encaja en el cuadro pérfido y a la vez pintoresco del mundo K, en el que la realidad maquilla su apariencia hasta hacerse irreconocible.