No es seguro que el proceso electoral español que se inició el 20 de diciembre del año pasado, vaya a concluir este 26 de junio. La demora en constituir autoridades definitivas es de alguna manera la manifestación de la aguda crisis política que soporta este país, crisis que desde su especificidad política es la manifestación de un creciente malestar social y una deplorable realidad económica que la clase dirigente no puede o no sabe controlar.
Después de seis meses de celebrados los comicios y luego de que el rey confirmara que efectivamente era imposible constituir un gobierno legítimo, no hay indicios de que el escenario político se haya despejado. En principio, ninguna fuerza política está en condiciones de asegurar individualmente la gobernabilidad, pero lo que la realidad se empecina en confirmar es que tampoco es posible formar gobierno con el acuerdo de otra fuerza política, salvo, claro está, un entendimiento entre el Partido Popular y el PSOE, acuerdo que los socialistas se encargaron enfáticamente de descartar. Incluso Felipe González -que en su momento llegó a insinuar este acuerdo no muy diferente al forjado entre conservadores y socialistas en Alemania- en las últimas semanas descartó terminantemente un acuerdo de esta naturaleza.
Lo seguro es que las recientes elecciones confirmaron que el bipartidismo constituido desde la muerte de Franco -o un poco más adelante- entre el PP y el Psoe está agonizando. De todos modos no hay que exagerar al respecto. Que los conservadores o los socialistas no hayan logrado constituir gobierno, es un problema para estos partidos y para los propios españoles, pero ambas formaciones políticas están muy lejos de haberse desintegrado o padecer enfermedades que las conduzcan fatalmente a la extinción.
En principio, el Partido Popular encabeza las preferencias electorales con un índice de adhesión que araña el treinta por ciento de los votos. Un partido con ese nivel de representatividad puede ser considerado muchas cosas, menos un cadáver, como anticipan algunos analistas que no pueden disimular sus deseos de que los conservadores se reduzcan a una mínima expresión.
Por su parte, si bien hay un amplio consenso en admitir que el Psoe está atravesando por uno de los peores momentos de su centenaria historia, no se debe perder de vista que no obstante su crisis y esa suerte de humillación que significa ser superado -por lo menos en las encuestas- por Podemos, los socialistas superan el veinte por ciento de los votos, un porcentaje que, por lo menos en la Argentina, más de un partido político festejaría como un triunfo.
El otro síntoma indicador de que el tradicional sistema político entró en crisis o no es capaz de contener las nuevas realidades, es la emergencia de Podemos a la izquierda y Ciudadanos a la derecha, dos formaciones políticas que se proponen representar con más coherencia los tradicionales ideales del centro derecha y el centro izquierda.
Podemos irrumpió en la política nacional con el entusiasmo y la garra de quienes se suponen representantes del cambio y titulares de un singular ascendiente moral, reforzado en este caso por el brillo intelectual de dirigentes forjados en la actividad universitaria y, en la mayoría de los casos, sin antecedentes políticos que se les puedan reprochar.
Por su parte, Ciudadanos se constituye pretendiendo renovar el pensamiento de la derecha y presentado una opción diferente para la crisis catalana. Habría que decir, además, que mientras Podemos no tiene demasiados conflictos en presentarse como una izquierda democrática con signos populistas evidentes, Ciudadanos no invoca el pensamiento de la derecha, con lo que se confirma una vez más -salvo la excepción de Chile- que la derecha en el mundo actual se resiste a asumirse como tal.
En los pasados seis meses se ensayaron todas las combinaciones posibles para formar gobierno, ecuaciones que nunca terminaron de confirmarse. En principio, Rajoy nunca pudo acceder a los ciento setenta y seis legisladores necesarios para asegurar su reelección como presidente. A las dificultades para tejer acuerdos, se suma la lucha interna en el Partido Popular donde son cada vez más fuertes las voces que se levantan contra un Rajoy cada vez más opaco y cada vez más convencido de que la política se reduce a la cotidiana administración de las cosas, una versión economicista que fastidia a los principales pares de su partido para quienes no es justo ni es conveniente renunciar a dar la batalla de las ideas.
Rajoy encabeza por poco margen las preferencias electorales, pero por primera vez en muchos años los votos en contra son superiores, motivo por el cual ni Albert Rivera ni los socialistas quieren quedar cerca suyo. Rivera, por lo pronto, no manifiesta mucho entusiasmo en arriesgar el capital político que está cosechando trabajosamente aliándose con un político más que desprestigiado, desgastado.
Los socialistas ya decidieron que no iban a ayudar a formar gobierno a la derecha, pero, como dijera un analista, una cosa es que no apoyen al PP y otra, muy diferente, es que impidan que el PP forme gobierno. La diferencia entre una posición y la otra, en teoría parece reducirse a matices, pero en la forja política del poder estos matices suelen ser decisivos.
Para los socialistas, el costo de aliarse con la derecha representada por el Partido Popular parece ser muy alto, aunque es legítimo preguntarse desde cuándo los socialistas son tan escrupulosos por establecer estas diferencias entre izquierda y derecha, cuando ellos desde hace rato se han alejado de las versiones clásicas de la izquierda. La otra posibilidad, defendida por la denominada ala izquierda del Psoe, era el acuerdo con Cambiemos, la alianza con la nueva izquierda para constituir un gobierno que más de un historiador conservador comparó con el Frente Popular que ganó dudosamente las elecciones de febrero de 1936 y que en un proceso acelerado y signado por las luchas facciosas desembocó en la guerra civil.
Más audaz, Pablo Iglesias propuso al socialista Pedro Sánchez la presidencia, mientras el líder de Podemos se reserva la vicepresidencia y una fuerte representación parlamentaria y ministerial, propuesta que a muchos socialistas les encantó, entre otras cosas porque nadie es indiferente al cargo de presidente. Pero los espadones de la guardia vieja rechazaron esta alternativa, y hasta amenazaron con fraccionar al partido si ese acuerdo con los seguidores del chavismo venezolano se concretaba, una imputación controvertida, ya que si bien por un lado Felipe González es el vocero visible del repudio a cualquier intento de ubicar a la Venezuela chavista como un modelo a imitar o a inspirarse, el infatigable Zapatero no tuvo escrúpulos en viajar a Venezuela para ofrecerse como mediador de la crisis abierta entre el Ejecutivo y el Congreso, mediación que para todos los observadores fue una bocanada de oxígeno para el agobiado y cada vez más solitario Nicolás Maduro.
Mientras los enjuagues políticos no logran fórmulas viables y al primer golpe de vista no parece que las elecciones del próximo 26 de junio vayan a permitir algo nuevo, en la sociedad sigue instalada, casi como un lugar común, que los políticos son todos corruptos, que constituyen una corporación colmada de privilegios que se protege a sí misma y que, en las actuales condiciones, el futuro de España es más que dudoso.
Lo cierto es que más allá de algunas conclusiones arbitrarias y prejuiciosas instaladas en el humor colectivo, los españoles no están dispuestos a dar un salto al vacío porque, a pesar de todo, saben que hay muchas cosas para defender. Pero tampoco están decididos a consentir a dirigentes tradicionales que pudieron haber tenido algún mérito en el pasado, pero que hoy no representan ni dicen nada nuevo.
De todos modos, tampoco los convencen dirigentes como Rivera o Iglesias y, mucho menos, la reciente alianza de este último con Izquierda Unida, alianza que entusiasmó y movilizó a la izquierda, pero que genera serias reticencias entre esa mayoría silenciosa que no participa de los actos públicos y que no suele ser muy politizada, pero que a la hora de los comicios, con su apoyo o rechazo, decide, para bien o para mal, quién será el nuevo presidente.
por Rogelio Alaniz [email protected]
Más allá de algunas conclusiones arbitrarias y prejuiciosas instaladas en el humor colectivo, los españoles no están dispuestos a dar un salto al vacío porque, a pesar de todo, saben que hay muchas cosas para defender.