Emerio Agretti [email protected] La conformación de la mesa Cambiemos Santa Fe volvió a poner en primer plano la discusión sobre la “doble pertenencia” del radicalismo, en cuanto a su sociedad con el macrismo a nivel nacional y su histórica condición de miembro del Frente Progresista, coalición que gobierna la provincia desde 2007. En ambos casos, la UCR aportó caudal electoral y presencia territorial, aunque la traducción de ello no parece haber tenido correlato en términos de presencia visible y estrategias electorales. De hecho, en la provincia no logró el objetivo de llevar un candidato del propio partido a la Casa Gris, y no siempre la participación en el esquema de gobierno estuvo a la altura de sus expectativas. Esta suerte de relegamiento -nunca admitido públicamente- se repite, al entender de algunas voces del partido, en el actual esquema nacional. No pocos dirigentes advierten que Macri parece sentirse más cómodo con muchos gobernadores justicialistas que con sus propios socios radicales, de quienes parece esperar más un entusiasta “seguidismo” que el ejercicio de una conciencia crítica y con voz propia. Por eso, el tiempo que pasaron Peña y Frigerio en la sede de la UCR fue acogido como una suerte de bálsamo a estos padeceres, y una muestra de respeto y consideración en medio de tantos tironeos. Sin embargo, el contenido que vino en ese envase disparó una nueva discusión -con miradas discrepantes-, en la que se plantea hasta qué punto llegan las pretensiones del gobierno nacional sobre un alineamiento del radicalismo santafesino, en términos de listas de candidatos para el año que viene, y en la coordinación del accionar legislativo. Con la incógnita abierta, por lo pronto los radicales acompañaron el jueves pasado en la Cámara de Diputados el repudio a las expresiones de Macri sobre la “guerra sucia” y el número de desaparecidos durante la dictadura. En tanto, la UCR fue el primer partido en sentarse a otra mesa, la del debate sobre la reforma constitucional, con el gobierno de la provincia. Otro gesto de reconocimiento, esta vez desde el Poder Ejecutivo, pero que a la vez entraña la necesidad de asegurar ese respaldo fundamental. Máxime cuando también allí -y también dentro del propio socialismo, todo hay que decirlo- florecen las discrepancias. Otro que se fotografió en varias mesas durante la semana fue el salteño Urtubey. Además de dar por finiquitado el kirchnerismo -como corriente apoyada en un liderazgo personalista, ahora privado del poder-, firmó acuerdos con Lifschitz, se reunió con Corral y Simoniello, y recogió entusiastas adhesiones en el PJ local. Su propuesta de “trabajar para la gente” como un objetivo unificador que cataliza disparidad de pertenencias y filiaciones, funciona también como el mantra que repiten a coro todos los demás actores mencionados en esta columna. En ese marco, la designación de Oscar Lamberto al frente de la Auditoría General de la Nación funciona también como un signo de los tiempos y una clausura. Eminentemente político -porque así lo define la Constitución Nacional-, el principal órgano de control del Estado nacional estará representado por un dirigente con amplia experiencia y probada capacidad técnica, que no reniega de su vínculo ideológico, pero que advierte la trascendencia de que esa función se cumpla con rigor y sin especulaciones. Y que bien podría ser, llegado el caso, el contrapeso que toda gestión necesita; incluso aquéllas que a veces se inclinan peligrosamente a identificar consenso con mera adhesión, y discordancias con obstruccionismo.