Roberto Maurer
Roberto Maurer
Lali es una viuda de cuarenta años que tempranamente cerró su corazón para dedicarse a su hija ya adolescente y a su empresa de eventos. La pizpireta es el guardabosque de su madre y, celosa, mantiene a distancia a los pretendientes, inclusive llegando al extremo de colocar pimienta blanca a la pizza de un invitado sensible al condimento. Un momento dramático ocurre cuando Lali no puede localizar a la hija por el celular, sale a buscarla bajo la lluvia, y de vuelta la encuentra en la casa del vecino. Está previsto que la chica se enamore de un empleado de la empresa de su madre.
Son momentos de la sinopsis de una ficción que bastó para lograr 36 millones de pesos del Estado Nacional, titulada “Mamá Corazón”, con la consecuencia de que a su productora y protagonista Andrea del Boca (*) le empezaran a gritar “chorra” en la calle y de que haya sido convertida en un trofeo por el oficialismo que la fotografió junto al jefe de gabinete luego de haber intimado (ella, Andrea del Boca) con el oficialismo anterior.
Arrastrando a otros elementos de la farándula a tribunales federales, el caso representa una fiesta para los medios que, sin embargo, sólo ocasionalmente han planteado la pregunta de fondo, tal vez porque resulta antipática a la generalizada sensibilidad del populismo cultural.
Al margen de los deslices del régimen venal y sus extravagantes triangulaciones entre universidades y ministerios planificadores, ¿el Estado debe financiar o subsidiar telenovelas? ¿Acaso son “creaciones artísticas” o “bienes culturales”? Las tiras de televisión siempre fueron pasatiempos absolutamente subordinados a intereses comerciales.
Inmediatamente, surge uno de los argumentos más socorridos que invoca el carácter popular del teatro de Shakespeare, o recuerda la difusión del “Martín Fierro” en las pulperías y las novelas de Dickens publicadas como folletines por entregas. Eso pasó antes de Andrea del Boca y de “Los ricos no piden permiso”, no había televisores en las pulperías ni transmisiones en vivo desde los teatros isabelinos. No existía la manipulación de los géneros populares, ni el entretenimiento era una industria. En la historia, las analogías suelen ser falaces.
Las telenovelas son un negocio y el sector privado sabe muy bien cómo hacerlo e inclusive exportarlo. En todo caso, el Estado puede o debe comprometerse con productos para una televisión de calidad, en cuanto a inteligencia y buen gusto que, con o sin audiencia, se constituyan en una alternativa diferente. Ninguna telenovela ha dejado una huella perdurable desde un punto de vista artístico o testimonial, y si algunas cuyos títulos sería obvio citar aún permanecen en el recuerdo es el resultado de una enfermedad que no justifica ningún gasto fiscal: la nostalgia.
Pinina
Y si se quiere arqueología sentimental, podemos abrir el botiquín de los recuerdos, antes de que la actriz vaya a la cárcel si así lo decide la justicia, para retener la imagen de aquella nena rubia con dientes de leche llamada Pinina que hablaba con una muerta en los recreos del convento donde había sido internada. En aquella macabra “Papá Corazón”, su interlocutora invisible era quien la había traído al mundo, tenía en Norberto Suárez a su padre de ficción y otro en la vida real, Nicolás del Boca, que manipulaba la carrera de la pibita precoz luego convertida en una empresaria que repite la historia: su hija de quince años Anna Chiara Biassotti también lo será en la ficción, esta vez como huérfana de padre. La hizo debutar a los trece en “Esa mujer” donde el Estado Nacional, de paso uno se acuerda, también gastó millones.
(*) ¿Andrea del Boca será una víctima? No tuvo infancia, fue internacionalmente famosa a los seis años de edad y desde entonces trabajó sin parar. Creció en los estudios de televisión mimada por los adultos y le festejaban los cumpleaños sin sus amiguitas, con nenas desconocidas, sólo para las cámaras y las notas de prensa.