por Rogelio Alaniz
por Rogelio Alaniz
Juana Manuela fue una “salvaje unitaria”, lo fue por mandato familiar y decisión política. Todos los Gorriti fueron unitarios, opuestos a las lanzas de Facundo y al puñal mazorquero de Juan Manuel. La filiación unitaria no le produjo beneficios o privilegios; todo lo contrario. Para 1831 los Gorriti abandonan propiedades, afectos y territorio para marchar por la Quebrada de Humahuaca rumbo a Bolivia. Juana Manuela tiene quince años y recién volverá a Salta cuarenta años después, salvo un retorno en 1841 disfrazada de hombre, retorno que pondrá punto final la derrota de Lavalle en Quebracho Herrado. El exilio en Bolivia no promete ser dulce y placentero. En Tarija, los Gorriti viven con lo justo y con un poco menos que lo justo. En Tarija mueren su padre y su madre, pero va a ser en esa ciudad donde Juana Manuela conocerá a Isidoro Manuel Belzú, el Tata Belzú, su hombre, su marido, su amante, el padre de sus dos hijas. Los cronistas cuentan que la adolescente rubia y de ojos verdes y el morocho apuesto de ojos oscuros se enamoraron al primer golpe de vista. Ella tenía dieciséis años y él veintidós. Se casaron en La Paz, el 20 de abril de 1833. Se amaron con pasión, con rabia, con desesperación y tristeza. Los dos eran demasiado independientes para ser felices. Él era militar y ella pretendía ser escritora. Él pasaba largas temporadas en los campamentos; ella disfrutaba de su juventud en las reuniones sociales. Al poco tiempo de estar casados comenzaron a circular los rumores de que ella lo engañaba. Del Tata, también se hablaba de sus amantes, pero como en una sociedad machista eso era lo previsible, la novedad eran los amores de ella y no los de él. Para ser militar y boliviano en aquellos años, Belzú era bastante amplio, aunque habría que decir que al lado de Juana Manuela no le quedó otra alternativa que esforzarse en ser más amplio todavía. La pareja tenía problemas que nunca pudieron ser resueltos, pero se amaban. Ella admiraba al soldado, al guerrero osado y temerario, al jinete elegante, al hombre que regresaba de las campañas militares y después de hacer el amor le contaba sus proyectos políticos. “El Tata no se baja del caballo cuando anda en campaña, porque cuando regresa a casa sigue montado”, le escribe ella a una amiga. Vivieron juntos quince años, fueron años de amores arrebatados, peleas ruidosas, celos, furias y reconciliaciones. La separación no cumplió con el principio de “ninguna escena, ningún llanto, simplemente fue un adiós inteligente de los dos”. Por el contrario, hubo escenas, hubo llantos y hasta se escucharon algunos tiros. Belzú siempre supo que su mujer lo engañaba. Todo podría haberle perdonado o dejarle pasar, pero lo que no podrá disculpar es que lo engañara, nada más y nada menos, que con el general José Ballivian, entonces presidente de Bolivia y amigo personal, valga el detalle, de Bartolomé Mitre. Sobre Ballivian siempre se discutieron muchas cosas, menos que fuera mujeriego. “El hombre puso a prueba la fidelidad de todas las mueres casadas”, escribirá Arguedas. Más ofensivo, otro historiador asegura que “Belzú es el árabe cornudo que traga el veneno que le sirve Ballivian”. La esposa de Ballivian talla con su resentimiento y dolor. Le entrega a Belzú una carta escrita por Juana Manuela, una carta que doña Mercedes Coll y Segurola de Ballivian encontró en el bolsillo de su marido. Juana Manuela admite que la carta es de ella, pero se defiende diciendo que es el borrador de una de sus novelas y que “la perra de la esposa de Ballivian” adulteró para transformarla en una ardiente declaración de amor. Nadie le cree, mucho menos Belzú. Hubo explicaciones que no convencieron a nadie, hubo gritos, algunas zamarreadas; la criada de Juana Manuela intentó tranquilizarlo a él, hubo más gritos e insultos y en cierto momento se escapó un tiro de la pistola de Belzú qué hirió a la criada. “Nada hay más despiadado para una mujer que su sexo”, escribirá Juana Manuela unos años más tarde. Juana Manuela no aguanta más. Está harta de Bolivia y de los bolivianos, de la violencia exhibicionista de sus hombres, de la tontería de sus mujeres, de las eternas conspiraciones, de las traiciones y las intrigas. ¿Se han separado para siempre? Parece que sí, aunque hay algunos intentos de retorno que no duran más de dos o tres días. En algunas de esas idas y venidas ella le escribe una carta: “En donde estés yo estaré contigo. Aunque la Parca nos separe, esta llamarada de amor no podrá apagarse”. Juana Manuela va a vivir treinta años en Lima. Allí publicará sus primeras novelas. De uno de sus primeros textos: “La quena”, Ricardo Palma dirá que después de “María” de Jorge Isaac, ésta es la más bella novela que se ha escrito en América Latina. Tal vez haya exagerado; Juana Manuela no es una gran escritora pero, como el personaje de Wilde, bien podría decir “Puse todo mi genio en mi vida y sólo mi talento en mi obra”. Mientras tanto en Bolivia, Belzú llegó a la presidencia de la Nación y luego permitió que su yerno, Jorge Córdova, lo sucediera en el cargo. Ahora, desde el llano, se propone algo distinto, algo que aparte a la política como oficio de militares ambiciosos y abogados tramposos. Los pobres, los indios, los más humillados adoran al Tata Belzú, admiran su porte, su simpatía, su sensibilidad popular. Para 1865 Belzú es un mito viviente y está decidido a ser otra vez presidente. Moviliza a sus hombres para derrocar al general Mariano Melgarejo quien, al decir de Juana Manuela, pasó de la taberna a la presidencia sin hacer ninguna pausa. Edelmira, su hija, la llama para que la acompañe en esas jornadas en las que su padre recuperará el poder. Juana Manuela viaja a Bolivia dominada por los peores presentimientos. En La Paz, los cholos se movilizan junto con los militares leales a Belzú para derrocar a Melgarejo. El dictador está vencido y no le queda otra alternativa que presentarse en la casa de gobierno para rendirse y reconocer la nueva autoridad. Melgarejo llega acompañado de seis o siete hombres. Nunca se sabrá con precisión cómo sucedieron los hechos. Lo cierto es que en el momento en que el Tata -que le ha dado garantías a Melgarejo de respetar su vida- se dispone a abrazarse con su rival, éste saca una pistola y le descerraja un tiro en la cabeza que lo mata en el acto. Después se asoma al gran salón y anuncia que Belzú ha muerto... En otros tiempos, jamás el Tata hubiera cometido ese descuido; en otros tiempos hubiera ordenado que a Melgarejo lo detengan en la calle y lo fusilen sin asco en el paredón más a mano. Pero el Tata no es el de antes. Él ha aprendido que matar o morir no es la única posibilidad para hacer política y mucho menos si se quiere fundar un país más justo. Belzú ha cambiado, pero los que no han cambiado son sus enemigos. Belzú cree en la reconciliación, pero sus enemigos siguen creyendo en la traición. Belzú ha cometido el error de practicar virtudes en un lugar en donde los hombres no saben o no creen en esos valores. Un sobrino del Tata le da la noticia a Edelmira y a Juana Manuela. Hay dolor, miedo, confusión. Se habla de más ajustes de cuentas, que las tropas que hasta ayer eran leales al Tata ahora se han pasado con armas y bagajes al lado de Melgarejo. La propia Edelmira no sabe qué hacer además de llorar la muerte de su padre. Los más prudentes le aconsejan huir de la ciudad. Juana Manuela dice que de ninguna manera va a escapar o esconderse. Ella no va a permitir que el cadáver de su marido quede en manos de sus asesinos. Como una Antígona del Altiplano, Juana Manuela está decidida a enterrar a su marido, a rescatarlo del Palacio que ahora está ocupado por sus asesinos y llevarlo a la tumba. Ella se ha separado del Tata hace veinte años pero no va permitir que el cuerpo del hombre que amó, el cuerpo del hombre que seis mil y una noches durmió a su lado, quede en manos de sus asesinos. -¡Te van a matar mamá! -le dice la hija. -No les tengo miedo Edelmira -responde Juana Manuela. (Continuará)
Para ser militar y boliviano en aquellos años, Belzú era bastante amplio, aunque habría que decir que al lado de Juana Manuela no le quedó otra alternativa que esforzarse en ser más amplio todavía. Como una Antígona del Altiplano, Juana Manuela está decidida a enterrar a su marido, a rescatarlo del Palacio que ahora está ocupado por sus asesinos y llevarlo a la tumba.