Emerio Agretti
El arrepentido es alguien que formó parte de una organización ilegal o ha cometido actos delictivos, y facilita información a la Justicia a cambio de su libertad u otros beneficios. El infiltrado, en tanto -y tal como se aprecia en la película de Scorsese que mereció el Oscar en 2007- es quien se introduce de incógnito en una organización, con el fin de averiguar sus planes y actividades, y denunciarlas o comunicarlas a aquellos para quienes trabaja.
En el primer caso, el eufemismo alude a un cambio de bando alentado y patrocinado por el Estado, que por cuestiones estratégicas -y con la expectativa de que los beneficios superen las concesiones- hace operar en favor del beneficiario una suerte de “blanqueo” prontuarial. En el segundo, el Estado lisa y llanamente habilita a sus agentes a integrar bandas delictivas -y por ende, a cometer delitos-, para obtener información privilegiada “desde adentro”, y así desarticularlas.
En ambas circunstancias, hay un accionar que vulnera las fronteras entre legalidad e ilegalidad, y hace imperar la pauta del bien mayor, o del medio cuestionable justificado por el fin superior. También, variaciones del ejercicio de la impostura y el tema de la lealtad en entredicho, como elemento constitutivo.
Con el apremio de la inseguridad generada por la criminalidad rampante, y la insuficiencia del aparato institucional para enfrentarla, avanza en la Legislatura una reforma al Código Procesal Penal avalada por el Senado, pero con resistencias hacia algunas de sus previsiones en Diputados; fundamentalmente dentro del socialismo. Y, particularmente, en lo que hace a las figuras del arrepentido y -sobre todo- el infiltrado.
No es la única cuestión que por estos días produce confrontaciones en el espacio parlamentario, ni entre los miembros de la coalición gobernante. Los dilatados y sostenidos esfuerzos del Frente Progresista por desplazar al defensor General Gabriel Ganón -una de las figuras centrales del nuevo sistema procesal, acusado por sus detractores de atentar contra el mismo-, frente a la resistencia del kirchnerismo, hallaron un cauce que sumó también al fiscal regional de Reconquista, Eladio García. La mezcla de razones políticas -mejor o peor fundadas- y argumentos jurídicos -fuertemente vapuleados por los abogados defensores- encontró así un insatisfactorio equilibrio. Que presumiblemente quedará desbaratado, tras la desestimación judicial de la denuncia por el episodio (de la pretendida amenaza a Gramajo) en que se basa el procedimiento contra García.
En tanto, en las filas del radicalismo hizo finalmente eclosión el disgusto por el trato recibido durante años de parte de sus socios en el Frente Progresista, hasta ahora sofocado en atención a la pertenencia y a la espera de gestionar, desde adentro, mejores condiciones para el futuro inmediato. Conforme a las expectativas de cada vez más dirigentes, tales eventuales mejores condiciones ahora se avizoran en otro espacio político-estatal, el frente Cambiemos que gobierna la Nación, y del que también son socios. Todo ésto, mientras Miguel Lifschitz parece avanzar firmemente en consolidar un mejor contexto de diálogo con el gobierno central, traducible en acuerdos y aportes a la provincia, e incluso en la atención de la crisis en seguridad.
El imperio de las circunstancias es un factor determinante, pero no debería ser suficiente para enervar los principios. El realismo político es aconsejable como criterio, en la medida en que no atraviese la barrera del cinismo. Y el ejercicio del pragmatismo por encima de los dogmas suele ser lo más conveniente para la comunidad, en tanto no degenere en hipocresía y oportunismo.
En estas oscilaciones se debate la política santafesina, mientras discute sobre arrepentidos e infiltrados.