Por Enrique Butti
El odio es una serpiente que devora nuestras propias vísceras, sentencia el buen sabio. La mejor venganza contra un agravio es el olvido, sigue aconsejando el mismo sabio con su sempiterna sonrisa. El peor enemigo es el que se instala en uno mismo hasta el punto en que, como dice el poeta, buscas identificarte con él y suicidarte.
Todas estas sapiencias, concentradas en la gran revolución que significaría la doctrina del amor del Hijo de Dios hecho hombre, han tenido sin embargo a lo largo de los siglos -y con un especial recrudecimiento en nuestro tiempo- una hueste de voceros que preconizan el exacto reverso: el odio sería un fenómeno legítimo no sólo dirigido hacia uno o varios enemigos personales sino hacia toda la humanidad. Y sus dogmas no son al parecer tan fácilmente despreciables y rebatibles si entre sus cultores figuran prestigiosos representantes, desde el ateniense Timón a Pessoa, desde el rey Salomón (a quien se atribuye el “Libro del Eclesiastés”) a Céline y Cioran.
Hay lápidas que desde la antigüedad nos advierten que es mejor pasar lejos de ellas, como éstas que compila la “Antología palatina”: “No preguntéis de dónde soy ni cómo me llamo. Quisiera una sola cosa: que muera aquel que se acerque a mi tumba”. Y: “El que aquí yace ha hecho pedazos la adversa vida. Nunca sabréis mi nombre. ¡Ojalá perezcáis miserablemente!”.
El primer prototipo de ferviente odiador parece haber sido Timón (tanto que “timoriano” ha pasado a ser un sinónimo de “misantrópico”), que vivió en los tiempos de las guerras del Peloponeso y que probablemente como castigo que lo hará aún hoy revolverse en su tumba (en la que rezaba: “No preguntéis mi nombre; los maldigo a todos”) mereció que con devoción se ocuparan de él, entre otros, Plutarco y Luciano de Samosata. Shakespeare le dedicó una obra que, según la misántropa Florence King, está “universalmente reconocida como la peor composición del gran bardo”. Plutarco cuenta que un día Timón se presentó en una asamblea y se dirigió al lugar del orador. El asombro de la multitud, que bien lo conocía, se patentizó en un silencio sepulcral. Y Timón habló: “Hombres de Atenas, soy poseedor de un pequeño terreno en el que crece una higuera de la cual muchos ciudadanos han tenido el placer de colgarse; y ahora, puesto que he decidido construir en ese mismo lugar quisiera anunciar públicamente que cualquiera de ustedes que pudiera sentir el deseo puede ir y colgarse antes de que la derribe”.
Y Shakespeare, entre otras ferocidades, hace que Timón le diga a Alcibíades (con quien se dignaba hablar porque adivinaba que en el futuro ese muchacho “haría un daño infinito a los atenienses”): “En cuanto a ti, desearía que fueras un perro / para poder quererte un poco”.
Séneca, por su parte, se ocupa de la ira, ese odio repentino e irrefrenable: “Los hombres rivalizan en maldad. Diariamente aumentan el deseo de hacer el mal y se reduce el miedo a cometerlo.... Entre las varias enfermedades que sufre la humanidad hay una más: la oscuridad de la mente y no tanto la necesidad de extraviarse sino el amor por hacerlo”. Y cita a Ovidio: “No hay huésped a salvo de su anfitrión, ni suegro del yerno, / e incluso el amor fraternal se ha vuelto raro. / El esposo es una amenaza para la esposa, y ella para él; feroces madrastras mezclan venenos amarillentos, / el hijo se interesa por la edad de su padre antes de tiempo”.
Otro prototipo ineludible del misántropo pertenece a la ficción, y es Alceste, personaje de Moliére, que en algún momento confiesa: “Lo único que encuentro por todas partes son cobardes halagos, injusticia, interés, traición, engaño; no lo soporto más, me enfurezco, y mi deseo es el de decírselo en la cara a todo el género humano”. Para el interesado en estas antifilantrópicas manifestaciones puede recurrir al libro titulado “Oda al odio”, que publicó recientemente Adriana Hidalgo, en el que Ariel Magnus se dedica a antologizar algunos de los innumerables textos que sostienen, preconizan o ejemplifican los venenosos argumentos de la misantropía.
Ya Montaigne marcaba los distintos caminos a los que podía empujar la misantropía, la diferencia entre quien odia, quien desdeña y quien se compadece, hablando de los filósofos griegos Demócrito y Heráclito. Demócrito, que encontraba vana y ridícula la condición humana, no abandonaba una expresión burlona y risueña; Heráclito, que sentía compasión por esa misma condición humana, estaba siempre triste y con los ojos cargados de lágrimas.
La carga de resentimientos, traumas, desventuras o (¿por qué no?) iluminaciones que marcan la senda de la misantropía puede tomar desde luego distintos rumbos. El más cuerdo es el que emprende fray Luis de León al salir de la cárcel: “Aquí la envidia y mentira / me tuvieron encerrado. / Dichoso el humilde estado / del sabio que se retira / de aqueste mundo malvado”. Es decir, el rumbo que quienes, decididos por aversión (como tantos otros impulsados por el amor, por un exceso de sensibilidad o afán contemplativo) eligen la soledad y cantan la descansada vida del que huye del mundanal ruido. Pero hay también que computar vías que sobre todo en el mundo actual resultan menos sanctas -aunque a menudo se disfracen de fanatismo religioso-: la de terroristas suicidas o la de francotiradores que disparan al azar a una multitud.
De entre las páginas escalofriantes que compila “Oda al odio” está un pasaje de “A contrapelo”, la novela de Joris-Karl Huysmans, en la que un hombre revela a la dueña de un burdel de lujo por qué se ha tomado la molestia de hacerse cargo de los gastos de un muchachito marginal que ha llevado al lugar. “Intento preparar a un asesino”, dice, y explica que este chico, hasta hoy virgen, podría haber corrido tras las chicas de su barrio y seguir siendo honesto sin dejar de divertirse. Pero haciéndolo concurrir durante unos meses a ese sitio corrupto, se acostumbrará a los vicios y excesos opulentos, de manera que cuando se le corten los suministros hará de todo, hasta matar, por volver a sus andanzas. Y al salir del lugar le dice al aturdido muchacho que podrá volver cada quince días a esa casa sin pagar nada, que ellos dos ya no volverán a verse y se despide así: “Haz a los demás lo que no quieres que te hagan; con esta máxima llegarás lejos. Buenas noches. Sobre todo no seas ingrato, dame lo antes posible noticias tuyas a través de las crónicas policiales de los diarios”.
Hay, finalmente, una razón para explicar la gran difusión de la misantropía, la que provendría del mal ejemplo y de la emulación, o del simple hechizo satánico. Nietzsche lo advierte así: “¡Miren! ¡Mire! Se escapa de los hombres... pero éstos lo siguen, pues él corre delante de ellos: ¡a tal punto son rebaño!”.
Algunos se recluyeron en la soledad, otros en la burla, y últimamente asistimos al fenómeno de cómo el resentimiento o cierto fanatismo religioso preconizan el suicidio acompañado del asesinato, mejor cuanto más masivo.
El cultivo del odio no es nada raro y sus cosechas llenan los graneros de la Historia. Filósofos, escritores y un ejército de prestigiosas figuras se dedicaron con esmero a practicar y promocionar el odio.