La noticia no cayó bien a nadie. Ni siquiera al presidente Mauricio Macri quien, desde Santa Fe, les pidió a los legisladores nacionales que “no se pasen de largo”. Hablaba del incremento en los ingresos de los miembros del Congreso que, entre sueldos, gastos de representación y pasajes aéreos, llegaba al 47 %, cuando el resto de los trabajadores del país obtuvo aumentos que oscilaron entre el 30 y el 35 %. Luego llegaron las explicaciones técnicas. En realidad, el aumento en los sueldos de los legisladores había sido menor al tan mentado 47 %. Emilio Monzó, titular de la Cámara de Diputados, explicó que la dieta de los diputados se fija por una resolución de 2011, que la establece en un 20 % por encima del rango de director del Congreso, por lo que está alineada a las paritarias de los empleados legislativos. La confusión surgió por el incremento notable del dinero destinado a viajes aéreos y gastos de representación. Finalmente, la Cámara Baja resolvió dar marcha atrás con estos incrementos. Sorprende hasta qué punto gran parte de la dirigencia política evidencia inconvenientes a la hora de prever la reacción del ciudadano común, ante algunas de sus decisiones. Quizá el incremento de los ingresos para los legisladores sea justo. Sin embargo, existen determinados contextos y circunstancias en los que las señales adquieren un valor preponderante. Y ésta es una de esas ocasiones. En un país con 32 % de pobres y donde la mayoría de los asalariados perdió este año entre 7 y 10 % de su poder adquisitivo por culpa de la inflación, es comprensible que lo sucedido en el Congreso haya resultado indignante para muchos. Sobre todo, porque para el común de los mortales no existen gastos de representación, posibilidad de fijarse sus propios sueldos y, mucho menos, pasajes de avión que ni siquiera son intransferibles (es decir que pueden ser utilizados por otras personas). Los legisladores no son los únicos que gozan de ciertos privilegios. De hecho, los integrantes del Poder Judicial continúan siendo beneficiados por una serie de prerrogativas, inconcebibles a estas alturas de la historia. Por momentos, los escasos niveles de empatía de quienes deben tomar decisiones trascendentes resultan inquietantes en la Argentina. Sucedió durante la primera mitad de este año, cuando desde el Ministerio de Energía de la Nación se anunciaron incrementos en el servicio de gas natural que en ciertos casos llegaban al 1.000 %, sin tener en cuenta las consecuencias que esa medida terminaría ocasionando en amplios sectores de la población. Es cierto que el kirchnerismo había mantenido congeladas las tarifas y que esta medida demagógica puso al sistema energético al borde del colapso. Sin embargo, sorprendió la incapacidad de los actuales gobernantes de prever las consecuencias de sus decisiones. El error terminó generando consecuencias indeseadas. La Corte Suprema de Justicia ordenó retrotraer las tarifas y el país perdió tiempo valioso que podría haber sido aprovechado de manera más inteligente en la búsqueda de soluciones al problema energético de fondo. En definitiva, cada acto de quienes gobiernan genera efectos prácticos y reacciones en la opinión pública. En gran medida, el éxito de la política radica en que sus actores no pierdan contacto con la realidad y sepan prever las consecuencias de sus decisiones. Sin embargo, para muchos ésta parece ser una cuenta pendiente.