por Rogelio Alaniz [email protected]
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Alguna vez escribí que los candidatos que preferían los norteamericanos para presidente no eran los mismos que los que prefería el resto del mundo. Después de lo de Obama pensé que me había equivocado o que una vez más no convenía generalizar. Trump presidente instala en mí otra vez ese prejuicio: lo que nosotros detestamos, los yanquis aman. ¿Será tan así? Bueno, me repito una vez más: no hay que generalizar. A Trump no lo votan la mitad más uno de los norteamericanos. En cualquier país -Argentina por ejemplo-, Hillary sería la nueva presidente porque sacó 145.000 votos más que Trump. Especulación abstracta la mía, porque las reglas de juego establecidas en la democracia norteamericana son que al presidente lo elige el colegio electoral y como en ese colegio ciertos Estados están sobrerrepresentados puede dar -como se da y como se dio hace quince años- que sea electo presidente el candidato que sacó menos votos. Trump sacó menos votos pero obtuvo más electores con un sistema en el que un voto de diferencia le otorga al ganador todo el paquete. ¿Está mal? Por lo menos es anacrónico, pero las reglas de juego en EE.UU. son ésas y la legitimidad de Trump por lo tanto es impecable. Conclusión: Trump es presidente y al que no le gusta que se la aguante. Por lo pronto, al sur del Río Grande todos tenemos que preguntarnos, por qué millones de paisanos hacen lo posible y lo imposible por irse a vivir a Yanquilandia. Tan malo no debe ser un país por el que muchos arriesgan la vida para ir a vivir. Y, dicho sea al pasar, los gobiernos latinoamericanos ya es hora que dejen de echarle la culpa de sus desgracias al imperialismo y se hagan cargo de que los problemas que tienen en lo fundamental son internos. “Problema para los norteamericanos”, me dijo un amigo que no podía disimular su fastidio por los resultados electorales. Puede ser que sea un problema de ellos, pero lo que pasa es que los problemas de los yanquis se transforman con rapidez en problemas para todos. Trump en ese sentido no sé si será un problema, pero por lo pronto es un interrogante, un interrogante cuya resolución nos va afectar en diferente medidas a todos. Problema para los norteamericanos, pero Estados Unidos no es el único lugar donde el voto parece ser imprevisible o por lo menos se manifiesta a contramano de lo que se considera lo razonable, incluso lo progresista. En el Reino Unido, los muy correctos ingleses votaron como la mona; en Colombia toda la corrección política quedó pagando. Marine le Pen, Nigel Farage, Víctor Orban están convencidos de que su hora ha llegado. El señor Putin parece ser el gran oráculo y por lo pronto el único jefe de Estado que desde un principio estuvo al lado de Trump con obstinación eslava y fe de agente de la KGB. ¿Los votantes han perdido la brújula? No sé si tanto, pero lo seguro es que no están votando como se esperaba. Esto puede ocurrir por diferentes motivos, pero los hechos están allí, porfiados, arrogantes y mucho más complejos de lo que parecen al primer golpe de vista. Advertencia. Los votantes que a muchos de nosotros nos fastidian por sus opciones electorales son los mismos que en las dos últimas elecciones votaron por Obama paradigma del progresismo y la corrección política. ¿Qué pasó? Algo debe de haber pasado para que luego de ocho años de gestión del presidente maravilloso casado con una mujer maravillosa, los votantes opten exactamente por su opuesto. Y cuando digo los votantes no hablo en general sino de esa fracción de votos que son los que deciden las elecciones, porque en principio no son votos cautivos ni de los demócratas ni de los republicanos. Lo que pasó, pasó, pero más allá de las consecuencias lo que en principio no deja de llamar la atención son las paradojas de este proceso. El nuevo presidente norteamericano que lanza sapos y culebras contra la inmigración es nieto de inmigrantes y casado en la actualidad con una inmigrante, muy linda ella pero yugoslava; el señor que dice que defenderá la familia y las buenas costumbres, se ha casado tres veces y sus relaciones con el sexo no son las de un monje de clausura; el presidente que obtuvo el voto de los trabajadores es un magnate acostumbrado a vivir y gastar como un magnate. No son las únicas perplejidades pero como muestra alcanzan. Los más optimistas -o tal vez más resignados- suponen que lo de Trump no es más que una puesta en escena, un cálculo frío y racional acerca de cómo ubicarse en la campaña electoral, pero que ahora elegido presidente se comportará efectivamente como es: un multimillonario integrante por derecho propio del establishment. Algo de razón les asiste. Trump, además, no será el presidente de una republiqueta bananera, sino el titular de un poder muy controlado por otros poderes que no le van a dejar hacer lo que se le dé la gana o lo que su temperamento explosivo le dicte luego de cada rabieta. Esto es así, pero a quienes se obstinan en martirizarse con la presencia de un Trump irascible, irracional, racista y machista... un tarado en toda la línea, les advertiría que no lo subestimen. El personaje más que loco se hace el loco, lo cual no es exactamente lo mismo. Admitamos, en principio, que un empresario que hereda pero luego amplía su poder económico no es un gil y mucho menos un bruto por más que algunas de sus manifestaciones públicas sean brutales. Por lo pronto, sus primeros gestos y palabras después de la victoria lograrían la aprobación de Talleyrand y Kissinger. El bulldog de colmillos filosos y gruñidos cavernosos se transformó de un día para el otro en un Pluto manso y tierno. Aviso: no le creía antes y tampoco le creo ahora. A los argentinos que les gusta referenciar en términos locales cualquier experiencia que ocurra en el mundo, podría decirles que Trump puede ser una mezcla de Franco Macri y Carlos Menem. Y los amigos de esas comparaciones esperan que sorprenda como sorprendió Menem, algo no tan descabellado sobre todo si se tiene en cuenta que una de sus consignas electorales era: “No los voy a decepcionar” no muy diferente al “Síganme, no los voy a defraudar”. De todos modos, lo que no se puede desconocer es que este personaje de jopo espumoso, corbatas chillonas, lenguaje procaz y cínico, manipulador, tramposo y farsante -he dicho- puede ser la expresión en versión yanqui más que de un cambio de un retorno a una suerte de utopía al revés, utopía que no mira al futuro sino al pasado. Trump no es el conductor de un vehículo lanzado hacia adelante sino el conductor decidido a poner freno de mano e incluso marcha atrás. No es la aspiración de futuro lo que lo moviliza, sino la nostalgia del pasado; no es al acelerador al que recurre sino al freno. ¿Freno a qué? A los efectos de la globalización, a las incertidumbres de la globalización, a los efectos y perjuicios de la globalización. Algunos datos son elocuentes. El uno por ciento de los más ricos capta el veintitrés por ciento de la “torta”, cuando en 1973, por ejemplo, captaba el ocho por ciento. ¿No les gusta esa comparación? Vamos al 0,1 por ciento que capta casi el cinco por ciento de la “torta”, mientras que en 1973 captaba apenas el 0,8 por ciento. Está claro que por perfil de clase, intereses y tradición, Trump pertenece al sector privilegiado y no al perjudicado. Tampoco me lo imagino transformado en un militante de la igualdad y la distribución de la riqueza. Si con alguien puedo comprarlo es con John Wayne, pero John Wayne interpretando un western spaguetti. ¿Entonces? Entonces que la historia y la política se divierten con nosotros como el gato maula con el mísero ratón. Trump es un emergente, un síntoma de algo que no sé si anda mal, pero no anda como se esperaba. Que el síntoma sea desagradable es algo con lo que habrá que acostumbrarse a convivir. ¿Podrá Trump cumplir con algunas de estas expectativas? Habrá que verlo. Estados Unidos es el imperio y por lo tanto está en el mundo; no hay Estados Unidos fuera de esa opción global. Trump lo sabe porque él y su biografía empresaria expresan eso. Damas y caballeros pasen a la sala, tomen asiento y hagan silencio: la función está por empezar.