Mal que les pese a las decenas de miles de personas que salieron a las calles de las principales ciudades norteamericanas bajo la consigna “Trump no es mi presidente”, el mandatario electo conducirá los destinos de su país, al menos, durante los próximos cuatro años.
Los millones de estadounidenses que no lo votaron y una enorme porción del resto del mundo están preocupados por las implicancias que este resultado electoral puede generar. Y es lógico que se preocupen. Sobre todo, por la andanada de incongruencias que Trump dijo y prometió a lo largo de su campaña electoral.
De todos modos, ningún presidente norteamericano puede considerarse todopoderoso. Es que si bien los republicanos lograron triunfar tanto en la Cámara de Senadores como en la de Representantes, el sistema político de la principal potencia funciona desde hace más de 200 años con una serie de controles y contrapesos pensados para evitar cualquier posibilidad de despotismo.
Es cierto que nada garantiza el eterno éxito de este sistema. Pero también es verdad que los antecedentes históricos resultan alentadores.
Los límites a Trump no sólo surgen del sistema político norteamericano. Si bien el nuevo presidente logró una importante diferencia con respecto al número de electores, lo cierto es que si se tiene en cuenta la cantidad de votantes, el país está prácticamente dividido en dos partes iguales. Incluso, Hillary Clinton obtuvo una leve ventaja sobre el candidato republicano.
Ese “otro” Estados Unidos estará muy atento frente a la posibilidad de que Trump intente llevar adelante algunas de sus conocidas excentricidades. Fue absolutamente inédito para este país que al día siguiente de una elección miles de personas salieran a las calles para protestar contra el presidente electo. Quizá sea ésta una señal que indica que una porción muy importante de esta sociedad no estará dispuesta a tolerar cualquier cosa.
Pero existirán otros límites. Incluso, dentro de su partido. A lo largo de la campaña electoral, sectores importantes del abanico republicano retiraron su apoyo al entonces candidato. Entre otras cosas, porque algunas de sus propuestas atentan contra los principios fundamentales del partido. Por ejemplo, mientras Trump propuso cerrar y regular la economía, los verdaderamente republicanos son fervientes creyentes del libre comercio y de las libertades individuales.
El nuevo presidente deberá negociar con los suyos y aceptar reglas de juego que quizá no le agraden del todo, porque necesitará de este apoyo en el Congreso para garantizar la gobernabilidad del país.
Un tercer condicionante para Trump provendrá de quienes lo votaron. Es que, a pesar de que el sentido común indica que gran parte de sus propuestas resultan irrealizables, lo cierto es que los votantes del nuevo presidente comenzarán a reclamarle que cumpla con su palabra. La gran incógnita pasa por saber de qué manera logrará el futuro mandatario contener a estos sectores, de manera tal que no se sientan rápidamente defraudados.
En definitiva, seguramente el estilo y ciertas medidas que Trump puede llegar a tomar provocarán modificaciones en el esquema político, económico y social tanto dentro, como fuera de los Estados Unidos.
Sin embargo, parece un error creer que el nuevo presidente estará en condiciones de llevarse a su país y al resto del planeta por delante.
Una cosa es hacer campaña. Otra, muy diferente, es gobernar un país. Sobre todo, cuando se trata de la principal potencia mundial.