La confirmación del procesamiento de la ex presidente Cristina Fernández de Kirchner en la causa por la venta de dólar a futuro, y la posibilidad de que sea sometida a juicio oral en las próximas semanas, disparó una nueva reacción de la titular de Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, que una vez más configura -como mínimo- una provocación institucional, y un desafío a la legalidad. “Le quiero dar las gracias a (el juez federal Claudio) Bonadio, porque cada vez que ataca a Cristina, tenemos miles y miles de argentinos que quieren defenderla y si al loco se le va la mano, vamos y tomamos Tribunales”. En su brutal formulación, la frase de la cuestionada dirigente abarca un verdadero dilema político que afronta el actual gobierno nacional, y a la vez traduce en una nueva amenaza el temperamento que anima a un sector “combativo” del ultra-kircherismo, que ya ha demostrado su desprecio por las formas republicanas y el normal desenvolvimiento de los poderes contenido por ellas. Efectivamente, la posibilidad de que el curso de las acciones judiciales desencadene efectos punitivos sobre la ex mandataria nacional -más allá del embargo de sus bienes, que pretendió eludir utilizando a su hija como testaferro-, sería bien recibida por una buena parte de la opinión pública; no tanto por lo que atañe a la causa que en este caso la implica, sino por efecto de la percepción de impunidad que rodea a las circunstancias en que se produjo el desaforado enriquecimiento de los Kirchner y sus allegados, mediante formidables negociados a expensas del erario público. Sin embargo, esto que podría verse como una señal positiva para la sociedad, tiene como contracara lo que acertadamente apunta Bonafini: para el importante sector que todavía se atrinchera en la negación del aparato corrupto que funcionó durante la década pasada, y prefiere refugiarse en el consuelo del relato y la lectura ideológica, cualquier pretensión de la Justicia frente a la líder del movimiento es vista como una afrenta y parte de una persecución. Al respecto, el caso de Milagro Sala resulta suficientemente ilustrativo, y la victimización incluso “de género” escenificada por Cristina es una muestra de la manera en que el kirchnerismo remanente está dispuesto a utilizar una eventual detención. La amenaza frontal y directa de Bonafini, fiel a su estilo, tuvo sin embargo como más cercano antecedente otra, pretendidamente velada, pero a la vez mucho más siniestra. En una entrevista periodística, el líder de la agrupación Quebracho, Fernando Esteche, consideró que un juez que pretenda “tocar” a la ex mandataria “podría aparecer muerto”. La aseveración disparó una nueva denuncia penal sobre el dirigente, acostumbrado a dirimir discrepancias por la vía del palo y la capucha, y que actualmente goza del beneficio de la libertad condicional tras sufrir dos condenas por amenazas y destrozos en la vía pública. En este caso, el mensaje “mafioso” proviene de un individuo más bien marginal y sin sustento alguno en la comunidad, pero que encontró su punto de inserción y legitimación “popular” al amparo de referentes como Luis D’Elía y Amado Boudou. Y esa pertenencia, junto con el sentido de sus afirmaciones, lo que les quita la hipotética categoría de exabrupto, y las enmarca claramente en un discurso que no asume la fuerza de los hechos, ni se resigna a la marginalidad: el de quienes privilegian el personalismo y el propio interés por el de la ciudadanía y el sistema democrático, y apuestan a que el precio a pagar -por todos- sea el del enfrentamiento y la violencia.